Ángel Saldomando
El modelo
socioeconómico, alabado hasta hace muy poco, ha desembocado en un océano de
evidencias negativas que ya no se pueden ocultar en todos los ámbitos de la
sociedad. Por su lado, la corrupción
sistémica y transversal que aceita los engranajes del pacto político, como el
óxido, también ha terminado por corroer lo que quedaba de la imagen de un país
“serio” y no “bananero”. Pretenciosa imagen autocomplaciente de la clase
política, apenas sostenida por el hecho de que Chile no produce bananas.
La sensación de que la situación país tocó fondo y que no hay salida con la
casta dirigente actual, ampliamente compartida por la opinión, está provocando
una aguda sensación de bronca, impotencia, asco y la necesidad de desahogo. Podría uno discutir
al infinito sobre las causas y las responsabilidades, pero no cambiaría el
diagnóstico ni los resultados. Eso es tocar el fondo. El país está entrampado
en un modelo de sociedad nefasto, capturado por una minoría que concentra todos
los beneficios con impunidad y descaro. A estas alturas hacer economía,
sociología o ciencia política con ello es sólo discutir si un elefante es
grande, un ejercicio inútil.
Este es el desenlace de un largo período de acomodos cosméticos a un modelo
mercantil producto del atraco y la violencia, cada vez más descompuesto y sin
contrapesos. Es el precio de no haber realizado una democratización real y
profunda. En el otro lado de la balanza se pondrán como compensador social, la
ausencia de violencia generalizada, una cierta formalidad institucional, los
niveles de consumo a crédito y los programas sociales. Pero cuanto aguantarían estos si la mayoría
fuera por su parte de derechos contra los privilegios, igualdad, protección del
ambiente, distribución del ingreso, servicios públicos de calidad,
descentralización, calidad de vida distribuida por derechos y acceso y no por
el monedero. Poco muy poco. El modelo primario concentrado y asistencialista,
desnudo ahora en sus cimientos corruptos, se sostiene en la apatía y la
atomización social más que en su legalidad y legitimidad. Eso es tocar el
fondo.
A la mayoría no le importó, demasiado, quien llegaba al gobierno, Bachelet
fue electa por la mayoría de la minoría que votó. Era el último recurso
imaginado por un sector de la casta para salvar los muebles a partir de su
proyección personal, había que probarlo y se está probando. Era necesario aquí
también llegar hasta el fondo de las ilusiones. Y estas se están disipando como
era previsible.
El conjunto reformista propuesto, impuestos, educación, reforma laboral,
fin del binominal, quizá constitución, por muy benéfico que parezca, como el
agua en el desierto, carece de algo esencial: no está encarnado en un proyecto
con actores de carne y hueso capaz de remover la casta, disciplinarla y
sancionarla si necesario. Las reformas para el pueblo sin el pueblo pero
consensuadas con los grupos de poder que dominan la casta, son el talón de
Aquiles de la ilusión Bachelet. Esto es estar en el fondo del proyecto de país,
si es que lo hay. Sin relato, sin fuerzas propias, sin confianza.
El monopolio informativo nos compara como país siempre positivamente
frente a lo mal que están los demás, de
esa manera las carencias propias se subliman en la diferencia favorable. Sin
duda que este ejercicio manipulador es efectivo pero habría que preguntarse
porque no logra recuperar la confianza y la legitimidad de la mayoría en la
casta y sus instituciones. Algo no cuadra.
La judicialización de la política también es tocar el fondo de ella. Revela
que regulaciones, controles, normas, instituciones y partidos no funcionan para
impedir su corrupción, su captura y su impunidad.
Los escenarios de evolución del país son bastantes estrechos, más aun con
las recientes constataciones, el modelo primario no es sostenible, el modelo
asistencial está agotado, el modelo político tocó fondo. Otro más.
Cuando menos por ahora, los
incentivos podrían haber cambiado, la impunidad perseguida y el tinglado
político económico pasado por el cedazo para separar la paja del trigo. El
liderazgo que Bachelet podría haber ejercido aparece hoy como debilidad y
puerilidad, los dirigentes de la mayoría incapaces de salir de su burbuja, la
derecha condenada al autismo. Esto también es tocar el fondo.
En las rutinas del día a día este panorama no parece generar exigencias de
reacción inmediata en un país capturado en su vivir y sentir por la casta, más
allá de las descargas en las redes, el mascullar por lo bajo y uno que otro medio de comunicación que se
abandera con la indignación. La paciencia aparece como virtud cívica y la
capacidad de tolerancia como medida del fatalismo. No será fácil deshacerse del
lastre. A cambio hay que imaginar con esfuerzo como remontar desde el fondo, no
el de las efímeras encuestas, sino del de las realidades duras que no ceden.
En contraste la corrosión está en marcha y si hay partes limpias de la
sociedad que reaccionen quizá le herederos del atraco cívico militar y los
acomodados con la corrupción puedan ser defenestrados del poder, condicionador
e impune que han ejercido. Una justicia valiente e independiente puede ayudar,
como lo hizo “manos limpias” en Italia acabando con una generación política
trasversalmente corrupta. Como lo hicieron lo jueces que procesaron a la
dictadura en Argentina. Un movimiento ciudadano que exija romper con la
corrupción, la caída de los puestos mal habidos, una nueva constitución, pueden
brindar la oportunidad de una refundación. Un parte aguas es necesario, sin
concesiones ni excusas de parentesco, de amigos, de partido con quienes siguen
defiendo el statu quo del que se benefician y para el que hacen leyes
amarradas, bloquean las reformas y se dedican a la pequeña cocina y no a la
deliberación democrática. Es el precio mínimo exigible para todo aquel que no
desea se asociado a la casta corrupta.
Sin esta indispensable profilaxis todo seguirá igualmente contaminado y el
país continuará su marcha gangrenada. Ninguna sociedad es perfecta y completamente
ética y moral, pero para que funcione y no se descomponga hacen falta
estándares mínimos de probidad, honestidad política y convicciones
democráticas.
En este sentido la vitrina está definitivamente rota, que ello sea el fin
de una época implica una movilización sin precedentes. Los sectores con
capacidad de convocatoria silenciosos hasta ahora harían bien en multiplicar
las iniciativas, llamar a una
movilización contra la corrupción y por una nueva constitución.
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