La crisis y los jóvenes:
Retos para una nueva generación
política
Samuel González Contreras *
Rebelión
“Teníamos la clara conciencia de que
entre aquellas discusiones inacabables junto a la taza de té y las verdaderas
organizaciones revolucionarias mediaba un abismo. Sabíamos que para entrar en
contacto con los obreros era necesario conspirar en gran escala. Esta palabra,
"conspirar", la pronunciábamos con una gran seriedad y un gran
respeto, con una unción casi mística. No dudábamos que llegaría un momento en
que pasaríamos de la taza de té al trabajo de conspiración, pero nadie decía
claramente cuándo ni cómo iba a ser eso. Para disculparnos de la demora nos
estábamos diciendo constantemente: hay que prepararse. Y la cosa no estaba
falta de razón.” (León Trotsky - Mi Vida)
En nuestro país, el sentido político
de la palabra crisis tiende a extraviar su carácter excepcional, para
convertirse en una condición de época o transición histórica. Durante los últimos
años, la supuesta guerra contra el narco continuó -aunque ya no suelan llamarla
así-, el neoliberalismo se radicalizó mediante las reformas estructurales
y conquistó posiciones constitucionales, se profundizaron la explotación y el
despojo, mientras que la represión, la militarización y el autoritarismo
crecieron de manera desmedida. Sin duda, nos encontramos frente a un momento
cumbrede una crisis histórica de magnitudes incalculables para México. Un
destino ligado directamente a los designios de las clases dominantes
norteamericanas, responsables de sostener prolongados e intensos contextos de
guerra y devastación en diferentes regiones a nivel internacional. En otras
palabras, la excepcionalidad mexicana es la expresión del funcionamiento
estructural del sistema capitalista en la actualidad, en donde el sentido y
materialidad de la vida y de la sociedad se devalúan, a toda costa, en favor de
la tiranía de las ganancias.
Durante las últimas décadas, los
jóvenes hemos sido expuestos a un panorama determinado por la migración, la
ilegalidad, la criminalización, la precarización y la exclusión social, laboral
y educativa. Nuestro país es otro al de nuestros padres y abuelos.
La mayoría de las veces, estas condiciones difundieron e impusieron una sensación
de malestar, pero también de resignación. Infelizmente, se trata de las
condiciones que enfrentaron millones de jóvenes a nivel internacional. El
neoliberalismo se fascinó en encontrar en la juventud uno de sus blancos
preferidos, cuestión que nos orilla a pensar el papel estructural de la
juventud en esta fase del capitalismo y, desde luego, su relación con la
división internacional del trabajo. Por ejemplo, no deberíamos perder de vista
que grandes emporios capitalistas (Mc Donalds, Wallmart) mantienen como fuente
primordial de trabajo a jóvenes precarizados.
A pesar del repliegue político, y de
la ofensiva económica y social, hacia la década de los ochenta, la juventud
puso en pie diferentes estrategias de resistencia social y cultural (reggae,
punk, ska, grafiti). Durante los noventa, e inicios de la década pasada, la
juventud se vio implicada en procesos de resistencia al neoliberalismo en todo
el mundo, pasando por el levantamiento zapatista (1994), las huelgas invernales
en Francia (1996), las protestas en Seattle (1999) y la lucha contra la guerra
(2001). Desde 2006 y 2007, años en que se generaron potentes protestas
juveniles y estudiantiles en Francia( disturbios en las periferias de París),
Grecia (paros de más de 300 centros de estudio contra la privatización de la
educación) y Chile (la Revolución Pingüina), se registró una ascenso en la
movilización que definitivamente vivió una ruptura tras la crisis económica de
2008 y el ambiente internacional generado por las revoluciones árabes, el 15-M en
el Estado español y Ocuppy en Estados Unidos. Una estela de luchas en donde se
inscribió precisamente la emergencia del #yosoy132 en 2012. Una nueva
generación política ha logrado tomar la palabra, ello implica, en cierta
medida, la apertura de una o varias preguntas que cuestionan el rumbo de
nuestras sociedades y el futuro de esta nueva generación.
En ese contexto, resultan
sorprendentes los procesos de movilización estudiantil y juvenil de los últimos
tres años en nuestro país que, aunque concentrados primordialmente en la Ciudad
de México y el centro del país, no dejan de sorprender por su irradiación hacia
regiones del norte sumamente reaccionarias. Movimientos en donde decenas de
miles de jóvenes y estudiantes participamos, y protagonizamos, potentes
movilizaciones y procesos organizativos. A lo lejos, y desde una visión
superficial y derrotista, estos movimientos no lograron nada, y no pudieron
construir absolutamente nada. En todo caso, fueron simpáticos y atinados en sus
intenciones. Sin embargo, esta visión resulta completamente reduccionista.
Desgraciadamente, tras años de movilización juvenil, priva un balance
parcial y desfavorable a potenciar la acción y organización política de la
juventud entre una parte significativa de los jóvenes participantes de dichas
experiencias.
El primer cuestionamiento a este
balance proviene de una consideración histórica: movimientos con esas
magnitudes no emiten sus resultados inmediatamente. También el 2 de octubre de
1968 fue una derrota inmediata, el Estado mexicano frenó abruptamente, y
mediante la fuerza y el autoritarismo, al movimiento estudiantil. Pero su
irradiación social e histórica no pudo ser frenada, y constituyó un fermento
elemental de la movilización y la organización popular en el campo, las fábricas
y los barrios, sin dejar de tomar en cuenta la influencia de esta generación
política en la construcción de organizaciones estudiantiles. Es cierto, no
transformaron radicalmente a México, pero dejaron para nosotros experiencias y
condiciones sumamente valiosas que fueron la antesala de nuestros movimientos.
En otras palabras, nuestra generación es hija de fuertes agravios por parte de
las clases dominantes, pero también de la fuerza de aquellos que lucharon por
nosotros. De la misma forma, el legado histórico de las movilizaciones
juveniles y estudiantiles de los últimos años constituye un campo de disputa
abierto, y no cerrado.
Vivimos un ambiente defensivo: un
tablero amañado bajo las reglas de un contrincante dispuesto a todo, de un
Estado dispuesto a continuar la masacre. Pero también vivimos un ambiente de
fuertes escepticismos y dudas sobre las instituciones, en donde es importante
detectar la existencia de diversos de procesos de resistencia. Desde luego,
desarticulados e insuficientes, pero con una potencialidad significativa ante
un ambiente político sumamente explosivo. Desde 2011, y hasta 2015, es posible
destacar una coyuntura anual de movilización popular significativa, que indica
la existencia de un ciclo de movilización popular. En 2011 nos sorprendió el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, un proceso en donde miles de
jóvenes y ciudadanos nos movilizamos contra la violencia de Estado. Al mismo
tiempo, una movilización de víctimas que muestra la profundidad de la crisis
social que vive el país a causa de la guerra impuesta desde el gobierno de
Calderón, pero también la tendencia de radicalización hacia la izquierda que
las movilizaciones de víctimas experimentaron, y no hacia la derecha, como lo
esperaron e impulsaron los sectores reaccionarios del país, anhelando emular la
experiencia colombiana.
Los poderosos del país desearon
llevar adelante una campaña electoral limpia en 2012, sin incidentes. Es decir,
sin que sus intereses fueran expuestos abiertamente. Pero ello no fue posible,
y una vez más, como en 1988 o 2006, el régimen experimentó una crisis de
representación, en donde la movilización popular fue uno de los detonadores
principales. En ésa ocasión, fueron los estudiantes quienes colocamos parte
esencial del elemento dinámico y antagónico en el marco de las elecciones
presidenciales. Por supuesto, gran parte de la fuerza del movimiento provenía
de la simpatía generada en la sociedad, y en menor medida del impulso que los
medios otorgaron al creer que se encontraban frente a un movimiento desarmado
de críticas radicales. No se puede negar la disposición de decenas de miles de
jóvenes que lucharon contra la imposición de Peña Nieto y en contra del control
mediático de los grandes medios de comunicación. Los errores fueron muchos,
pero en su amplitud, el fenómeno no puede reducirse a una cuestión simplemente
programática u organizativa.
En 2013, en pleno ascenso del
autoritarismo y profundización del neoliberalismo, el movimiento estudiantil,
principalmente en el centro del país, salió a las calles en defensa del
magisterio democrático que fue desalojado del Zócalo de manera violenta por el
gobierno de Mancera. En ese panorama, decenas de planteles escolares
fueron tomados y decenas de miles de jóvenes marcharon el 15 de septiembre
-codo a codo- con la CNTE y el magisterio democrático. En 2014, el país
experimentó la movilización estudiantil más radical y masiva en la historia de
las últimas décadas. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa fue el
detonador. En ese contexto, fueron impulsadas jornadas de lucha en donde el
movimiento alcanzó la capacidad de tomar más de 120 planteles. Al mismo tiempo,
es necesario reconocer la radicalidad que los estudiantes demostramos mediante
la consigna fue el Estado, empuñada por la Asamblea Interuniversitaria, órgano
que logró reunir e representantes de más de 70 planteles. Sin olvidar que ese
mismo contexto fue el escenario de la heroica huelga estudiantil en el POLI, la
cual logró arrebatar una victoria al gobierno. Desde las entrañas del
movimiento, fue evidente que las movilizaciones por Ayotzinapa hubieran sido
imposibles sin la experiencia, las redes de comunicación (no sólo redes
sociales) y la experiencia de movilización en las calles que dejó el
132.
Las coyunturas de los últimos cuatro
años muestran una capacidad de movilización enorme, inspirada por motivos
democráticos y éticos, en donde el hilo de la indignación muestra un núcleo
ético muy profundo. Pero al mismo tiempo, exhiben un panorama en donde la mayor
parte de éste descontento juvenil y popular no está organizado en torno a
espacios de participación política permanentes. En ese caso, debemos analizar
en qué hemos fallado, y por qué no hemos logrado consolidar organizaciones
amplias, juveniles y estudiantiles, capaces de sobrepasar las coyunturas. La
juventud que se ha movilizado en los últimos años es expresión no sólo de la
crisis de representación política del gobierno y el Estado, sino también de la
crisis de los referentes políticos de la izquierda. El descontento mostrado
tanto en 2012 como en 2014 no es articulado, ni por un proyecto político
propio, juvenil o estudiantil, ni por los referentes políticos existentes en el
campo de la izquierda. En ese panorama, una de las tareas centrales de nuestra
generación política es tratar de construir lecciones colectivas de las luchas
de las generaciones pasadas y, al mismo tiempo, de nuestras propias
experiencias. No para juzgar fatalmente o unívocamente, sino para comprender y
hacer frente a los dilemas del presente.
Es necesario preguntarnos qué sucedió
con la generación gestada en torno al 68, y que más adelante impulsó la generación
de sindicatos independientes (STUNAM, SITUAM etc.), organizaciones campesinas,
movimientos urbanos y agrupaciones políticas de extrema izquierda de diverso
tipo (PCM, OIR, PRT, Liga 23 de septiembre entre otras). Y también, cuestionar
cuál es la experiencia y el balance de la generación gestada hacia finales de
los ochenta que fortaleció tanto el proceso de construcción del PRD, como el
proceso militante generado en torno al EZLN. Sin omitir que esta revisión,
vertida desde un cierto enfoque generacional, no debe dudar en cuestionar
simultáneamente las estrategias políticas implementadas durante las últimas
décadas por la izquierda y desde el campo la movilización popular.
La crisis histórica de nuestro país,
así como nuestro propio surgimiento, nos coloca frente a la necesidad de
construir una izquierda radical capaz de cuestionar las dinámicas estructurales
del capitalismo y del Estado, capaz de esquivar el electoralismo oportunista,
pero también el gremialismo y el localismo. Una izquierda que luche
políticamente contra el Estado, capaz de generar procesos de autogestión
social del territorio y medidas que opongan a la descomposición social la
reconstrucción del tejido social desde la solidaridad, y en autonomía política
del Estado y el régimen político. No hay recetas, y en cierto sentido nos
encontramos en un momento de crisis para las estrategias de la izquierda, pero
también en medio de un ciclo de movilización significativo atravesado por la
emergencia de una nueva generación política. Lo importantes es observar cómo el
panorama actual, a pesar de sus complicaciones, indica un horizonte en donde no
sólo existe movilización social, sino que la misma tiende a radicalizarse. Sin
duda, la historia de nuestros pueblos, y de nuestras propias luchas, constituye
un llamado a continuar el combate. Es urgente salir a las calles, potenciar el
sindicalismo independiente y la organización de sectores de trabajadores no
organizados, apoyar y militar en los movimientos contra el despojo y en defensa
del territorio, propiciar luchas urbanas y luchas políticas contra la violencia
de Estado y en favor de los derechos de las mujeres, sin olvidar nuestras
propias luchas en el terreno educativo. Esas inquietudes atraviesan ya a
nuestra generación. Para ello, debemos encargarnos de construir mediaciones e
iniciativas políticas que, por un lado nos permitan agrupar y agregar el
descontento juvenil, y por el otro, nos permitan dialogar e intervenir en ese
amplio campo de luchas existentes y posibles, esta doble tarea se cuenta entre
las necesidades esenciales de una política anticapitalista en nuestro país.
En cierto sentido, nos encontramos en
un panorama que anuncia la imposibilidad de generar un cambio profundo desde la
lógica de reformar gradualmente las instituciones, mediante conquistas
electorales o ciudadanas, pero también un contexto que impide pensar en luchas
únicamente locales, regionales o gremiales, y en donde la escala nacional y la
disputa estatal aparecen como una necesidad de primer orden. Tanto el electoralismo
oportunista de la izquierda partidaria, como el sectarismo de cierta izquierda
antisistémica, son incapaces de dialogar con la diversidad de movimientos en la
actualidad, así como con la juventud movilizada. Al mismo tiempo, la
radicalización de la crisis mexicana tiende a elevar las tensiones entre el
antineoliberalismo y el anticapitalismo. La cuestión es si es posible hacer
retroceder al neoliberalismo sin luchar contra la lógica estructural del
capitalismo, plasmada en la gran propiedad y en un régimen político
completamente caduco. Los anhelos nacionalistas y populistas, encarnados
actualmente en Morena, parecen anhelar volver al capitalismo nacionalista
desarrollista de décadas atrás, sin comprender que el panorama internacional y
nacional (Sin un balance crítico de los enormes fraudes electorales) cambió y
ofrece un panorama de crisis en donde las respuestas tienden a polarizarse.
La juventud no tiene la respuesta, ni
puede generarla por sí misma, pero podría contribuir en su construcción. La cuestión
es cómo agregar y organizar a una generación que muestra profundos rasgos
políticos, sumados a un temperamento fuerte, cargado de espontaneidad a través
de una actuación episódica. Es importante pensar en lógicas de construcción
molecular en barrios, escuelas y entre diversos procesos de base. Pero debemos
tomar en cuenta que el descontento y la disposición de lucha ya se encuentran
instalados en decenas de miles de jóvenes. Esto constituye el espacio para
pensar en iniciativas que coordinen a los núcleos organizados del movimiento y
sumen a compañeros que no están integrados en un proceso formal. Desde luego,
tenemos que ir a los barrios, construir una agenda estudiantil y apoyar a las
luchas de los pueblos y sindicatos independientes del país. Y quizás una vía
posible sería tratar de agrupar el descontento a través de mediaciones e
iniciativas políticas, con el objetivo de plantearnos estas luchas en conjunto,
y no por separado.
Nuestros movimientos no cambiaron al
país, pero al menos nos demostraron, en contra de la ideología dominante,
e incluso de nuestras propias estigmatizaciones, que es posible tomar la
palabra, alzar la voz, cuestionar el sentido de nuestras vidas y el rumbo de
nuestra sociedad. Y que ello depende de la acción y la organización colectiva.
No podemos olvidarlo, un movimiento social de masas libera una energía social
que puede, aunque ello sea en potencia, penetrar en las estructuras más
profundas de la conciencia y de la vida política de un país. Esto puede parecer
simple, pero no lo es. Y en un país como el nuestro, constituye una pequeña
-gran- victoria. El Estado no cambió, pero nosotros sí…
* Nota de Correspondencia de Prensa: militante de Perspectivas Críticas, organización juvenil anticapitalista
formada en 2011. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
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