Por Sergio Grez Toso
El historiador británico Eric
Hobsbawm sostiene que “en todos nosotros existe una zona de sombra entre la
historia y la memoria, entre el pasado como registro generalizado, susceptible
de un examen relativamente desapasionado y el pasado como una parte recordada o
como trasfondo de la propia vida del individuo”. Y precisando su idea Hobsbawm
agrega que “para cada ser humano esta zona se extiende desde que comienzan los
recuerdos o tradiciones familiares vivos [...] hasta que termina la infancia,
cuando los destinos público y privado son considerados inseparables y
mutuamente determinantes. La longitud de esta zona puede ser variable, así como
la oscuridad y vaguedad que la caracterizan. Pero siempre existe esa tierra de
nadie en el tiempo. Para los historiadores, y para cualquier otro, siempre es
la parte de la historia más difícil de comprender”.
Pienso
que Hobsbawm tiene razón. Algo similar a lo que él describe me ocurre con la
figura de Salvador Allende. Aunque varias generaciones nos separaban, alcancé a
ser su contemporáneo y a vivir con la ingenuidad de la infancia, primero, y
luego con la pasión de los años adolescentes, el tiempo del apogeo de su carrera
política, que fue también el del punto máximo alcanzado por el movimiento
popular en Chile en sus luchas por la emancipación.
Mi contemporaneidad con Allende y
compromiso personal en la causa de la izquierda y del movimiento popular son
obstáculos adicionales que ponen a prueba mi juicio de historiador. Sin
contarme entre quienes niegan la posibilidad de hacer “historia del tiempo
presente”, aquella de la cual hemos sido actores o al menos testigos, debo
reconocer que aún hoy, a tres décadas y media del golpe de Estado y de la
muerte de Allende, la emoción me embarga al evocar su persona y al escuchar “el
metal tranquilo” de su voz.
No postulo que la historia (en el
sentido historiográfico o conocimiento sistemático que tenemos acerca de los
hechos del pasado) deba carecer absolutamente de emoción y de pasión, pero la
sociedad espera que los historiadores tengamos un juicio lo más objetivo, justo
y verdadero posible acerca de los acontecimientos históricos. Creo que sobre la
historia de Chile de la segunda mitad del siglo XX (y de seguro bastante más
atrás) mi mirada tendrá siempre la impronta de alguien comprometido con uno de
los bandos en lucha, aun cuando por honestidad intelectual y personal haga los
máximos esfuerzos por ponderar las “evidencias históricas”, que, como es
sabido, pueden ser acumuladas para apoyar interpretaciones muy disímiles acerca
del devenir de una sociedad o de un grupo humano a través del tiempo.
¿Cómo abordar entonces desde un
punto de vista ensayístico al personaje histórico Salvador Allende?
Creo que en mi caso lo más conveniente es recurrir a la
larga duración que sobrepase con creces su vida, insertándola en el transcurrir
general del movimiento popular en Chile. De esta manera, tomando cierta
distancia de las contingencias que enfrentó el personaje y que son,
precisamente, aquellas que pueden empañar mi visión, quiero aportar un grano en
la comprensión del papel de Allende y, al mismo tiempo, de algunos fenómenos de
nuestra historia.
Me propongo sostener tres premisas:
1°) Salvador Allende encarnó mejor que
nadie desde mediados de la década de 1930 y hasta su muerte en 1973 la
continuidad histórica y la línea central de desarrollo del movimiento popular.
Como es sabido, las raíces de este
movimiento se hunden hasta mediados del siglo XIX cuando algunos contingentes
de artesanos y obreros calificados levantaron un ideario de “regeneración del
pueblo” en base a una lectura avanzada y popular de los postulados liberales.
El mutualismo y otras formas de cooperación fueron la expresión práctica de
este proyecto de carácter laico, democrático y popular. Con el correr del
tiempo, el desarrollo del capitalismo y la llegada de las ideologías de
redención social provocaron desde fines de ese siglo el ascenso del movimiento
obrero y con él una metamorfosis de la doctrina, las formas de organización y
de lucha de los sectores populares. Desde comienzos del siglo XX el ethos
colectivo del nuevo movimiento se sintetizó en la aspiración (más radical) de
la “emancipación de los trabajadores” y se expresó en el surgimiento del
sindicalismo y la adopción por parte del movimiento obrero y popular de los
nuevos credos de liberación social del anarquismo y el socialismo. Con todo, a
pesar de la mutación en un sentido de mayor radicalidad (de la “cooperación” a
la lucha de clases), un tronco de tipo ilustrado, regenerativo y emancipador
representó una cierta continuidad entre esas dos fases o momentos del
movimiento popular.
Salvador Allende hizo sus primeras
experiencias políticas cuando el movimiento popular se aprestaba a transitar
por los cauces institucionales que no abandonaría hasta que el golpe de Estado
de 1973 lo interrumpiera brutalmente. Así, después de más de una década de
convulsiones sociales y políticas, a mediados de los años 30, el movimiento
popular y la izquierda, dando su “brazo a torcer”, optaron mayoritariamente por
incorporarse al juego político institucional, retomando –después de algunas
veleidades rupturistas- un transitar más evolutivo, pacífico, parlamentario y reformista,
que era, en definitiva, el que siempre habían escogido los trabajadores toda
vez que las clases dirigentes se los habían permitido.
Desde este “gran viraje” (según la
acepción de Tomás Moulian) de mediados de los años 30 que inauguró la política
de Frente Popular, la izquierda y el movimiento popular asociado a ella, optó
clara y mayoritariamente por aceptar las reglas puestas por el “Estado de
compromiso” proclamado por la
Constitución de 1925, pero que recién por esos años empezó a
hacerse realidad.
Allende, como esa sabido, jugó un papel destacado en esta “nueva” estrategia ya
sea como ministro de Estado, parlamentario, dirigente partidario y –más allá de
sus cargos formales- en tanto líder político popular. El Frente Popular, luego
el Frente del Pueblo, el Frente de Acción Popular y, finalmente, la Unidad Popular,
fueron los hitos aliancistas a través de los cuales la política de la izquierda
y del movimiento popular se hicieron realidad. Esto fue, en síntesis, el
contenido más esencial del “allendismo” como sentimiento y corriente política
de masas. En este sentido, la acción y la persona de Allende –persistente hasta
el último de sus días en un camino de unidad- fueron la expresión más
paradigmática de una vía y de una estrategia para alcanzar el ideal de la
emancipación popular.
2°) Salvador
Allende encarnó la dialéctica no resuelta de reforma o revolución.
Aún cuando el apego de Allende a la
vía parlamentaria y a las reglas del juego del “Estado de compromiso” fueron
permanentes, la izquierda y el movimiento popular en los últimos años de la
vida de este líder se vieron envueltos en un debate y en una encrucijada no
resuelta que anuló los esfuerzos que en distintos sentidos se hicieron para dar
conducción al movimiento y una salida al impasse político. Es el “empate
catastrófico” entre las dos vías –la “rupturista revolucionaria” y la “moderada
revolucionaria” del cual nos ha hablado Tomás Moulian en su Conversación
interrumpida con Allende.
A 35 años de distancia, la disyuntiva ¿reforma o revolución? pierde los
contornos que en la década de 1970 nos parecían tan nítidos. Si bien la
revolución “con empanadas y vino tinto” preconizada por Allende, en esencia la
vía electoral reforzada por la movilización popular, mostró sus límites en un contexto
internacional de gran polarización, la “revolución” tal como la concebíamos
entonces, ya no es posible y –más aún- ni siquiera deseable.
La “caída de los muros”, la terciarización de las
economías, los cambios tecnológicos y de las estructuras sociales en Chile y el
mundo, la emergencia de nuevas problemáticas y de un mundo unipolar dominado
por un gran Imperio, amén de un sinnúmero de razones que apuntan mayoritariamente
a la consolidación del modelo de dominación, hacen de la “revolución” según el
esquema clásico, un fetiche puramente nostálgico más allá de la eficiencia
técnica (a estas alturas bastante hipotética) de sus métodos para asaltar el
poder.
La oposición entre la vía reformista
electoral y la vía revolucionaria armada no es ya un punto de quiebre al
interior de la izquierda y del movimiento popular, pero sí lo son, por ejemplo,
la adhesión o el rechazo al modelo neoliberal y a la dominación imperial. A la
luz de este nuevo dilema, la política de Allende adquiere renovada relevancia
histórica. Su “reformismo rupturista” o “reformismo revolucionario” nos parece
hoy día –incluso a sus críticos de izquierda de entonces- el sumun a lo
que podríamos aspirar en estos tiempos de globalización neoliberal. Curiosa
paradoja de la historia: lo que antes era considerado altamente insuficiente
llega a ser “el bien mayor”. El allendismo del período de la Unidad Popular fue
la expresión de una tentativa abortada por resolver en una síntesis dialéctica
la disyuntiva entre reforma o revolución que el contexto histórico de los años
70 –ahora lo percibimos con claridad- no permitía solucionar. Con todo, a pesar
de verse atrapado en ese callejón sin salida, Allende en el día de su muerte, y
con su muerte, intentó dejar una herencia política de contenido “reformista
revolucionario”.
3°) En la historia del movimiento popular
el golpe de Estado de 1973 representa un quiebre total, un “puente roto” que no
se ha vuelto a reparar.
En su mensaje de despedida Salvador
Allende vaticinó que “otros hombres” superarían ese momento gris y amargo. Esos
nuevos hombres retomarían la senda interrumpida de la izquierda y del
movimiento popular. Los heroísmos, sacrificios y reencantamientos militantes de
la lucha de resistencia contra la dictadura parecieron reanudar la marcha del
movimiento popular. El combate contra la opresión de la tiranía se inscribía
perfectamente en la perspectiva general –y de muy larga duración- en pro de la
emancipación del pueblo. Pero la infinita “transición a la democracia” que vino
enseguida, los acomodos y reacomodos de la clase política, la decepción y
desmovilización popular, demostraron que sólo por un efecto de espejismo el
movimiento popular había parecido rearticularse duraderamente al calor de las
protestas de la década de 1980. En realidad, una vez que el “enemigo visible”
se metamorfoseó tras el discurso de reencuentro y reconciliación nacional, el
movimiento popular perdió su norte, quedando en evidencia que el ethos
colectivo de la emancipación de los trabajadores que lo había animado durante
tanto tiempo, se había extraviado o difuminado en medio del derrumbe ideológico
que acompañó al fin del llamado “campo socialista” y en el empeño criollo por
recuperar la democracia.
¿Cuál es el ethos colectivo del mundo popular en el
Chile actual? ¿Hay un cuerpo de ideas básicas que articule sus demandas? ¿Se
manifiesta una aspiración común –como fue en la época de Allende la conquista
de un gobierno popular- que cristalice en un objetivo político fácilmente
identificable las distintas reivindicaciones sectoriales? ¿Y si esto no es así, sin ese corpus
mínimo de ideas y anhelos compartidos, es posible concebir la existencia de un
movimiento popular?
La
verdad es que los sectores populares han desaparecido en tanto sujetos
políticos, quedando reducidos a la categoría de clientela que oscila entre las
alternativas de administración “progresista” del modelo o gestión “populista”
de derecha del mismo. El mercado ha reemplazado a las formas orgánicas de
sociabilidad que hicieron posible la existencia de un movimiento popular que
tuvo expresiones sociales y políticas, una de cuyas vertientes históricas más
caudalosas y persistentes fue el allendismo. Es por ello que, al margen de las
añoranzas, en términos políticos reales no hay allendismo actualmente en Chile
(porque podría haber allendismo sin Allende como ha existido en otras partes
peronismo sin Perón o gaullismo sin De Gaulle). Por las mismas razones no ha
surgido un líder popular de la talla de Allende ni nada que se le parezca.
Allende como hombre político –y esto es de Perogrullo- fue el producto de un
tiempo, de una relación entre una personalidad descollante y un movimiento
social y político del cual él fue intérprete y expresión.
Para
que vuelvan a “abrirse las grandes Alamedas” (que aún permanecen cerradas) se
necesitarán de “otros hombres” que estimulen el desarrollo de fuertes
movimientos sociales, hombres y mujeres capaces de retomar el hilo conductor
del movimiento popular en una perspectiva de futuro y no de mera evocación
nostálgica. Mientras esto no ocurra, el legado político de Allende continuará
siendo un capital inmovilizado, un icono desprovisto de significado histórico
concreto y de operatividad política real.
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