Andrés Figueroa Cornejo
El candidato presidencial de la
ultraderecha chilena agrupada en la Alianza por Chile, Pablo Longueira,
renunció a su postulación con el argumento de padecer ‘una depresión
diagnosticada médicamente’.
El 30 de junio recién pasado,
cuando Longueira –militante de la pinochetista Unión Demócrata Independiente,
UDI- venció estrechamente en las primarias voto a voto al ultraliberal
piñerista, Andrés Allamand -de la derecha organizada en Renovación Nacional
(RN)-, aseguró que “si en dos meses ganamos las primarias, en cinco meses
ganaremos en noviembre (las elecciones presidenciales)”.
La decisión de Pablo Longueira
se hizo pública mediante una nota el 17 de julio por la tarde. Se supone que
pronto asumirá la candidatura de la derecha tradicional Andrés Allamand.
¿Y ahora?
En caliente, y a riesgo de
aventurar hipótesis en tanto se precipitan los hechos, es preciso señalar que
Pablo Longueira, si bien ganó las primarias de la derecha porque en las
próximas elecciones es el turno de la UDI (Sebastián Piñera, titular del
Ejecutivo chileno, pertenece a RN), en su conducta y práctica políticas,
representa una derecha de trazos fascistoides y ultaconservadores, con una
fuerte penetración en los sectores populares ‘más atrasados’ en su nivel de
conciencia política respecto de sus intereses de clase. De hecho, en
poblaciones y comunas empobrecidas -antiguas fortalezas de la izquierda durante
la lucha antidictatorial-, la UDI, con las máscaras del populismo, ‘el servicio
social’, el clientelismo y la caridad (de inspiración del peor costado de la
congregación jesuita de la Iglesia Católica), ha obtenido importante terreno.
Por eso mismo, Pablo Longueira,
de muchos modos, es (era) el rostro actualizado de los orígenes y sentido
de la Democracia Cristiana (1957), proveniente de la Falange Nacional (1935) y
cuya dirección política –salvo un puñado de auténticos demo-burgueses de esa
tienda- fue parte sustantiva en la conspiración norteamericana que echó abajo a
sangre y fuego la experiencia de la Unidad Popular de Salvador Allende,
inaugurando la peor tiranía militar de la historia chilena. Es decir, Longueira
y los suyos dentro de la UDI, buscan explícitamente la edificación de un
Partido Popular, ocupando el vacío de la crisis terminal que sufre la
Democracia Cristiana desde hace tiempo y que se expresó en la derrota en las
últimas elecciones presidenciales (enero 2010) de su candidato Eduardo Frei
Ruiz-Tagle que abrió las puertas de La Moneda a la actual administración
encabezada por Sebastián Piñera.
¿Qué sucede entonces? La
eventual candidatura de Andrés Allamand (RN) luego de la retirada de Longueira,
comporta una superior apariencia de ‘centro-derecha’; ya no es competencia para
gran parte de la cultura política democristiana, y potencialmente podría atraer
a sectores de ese electorado, hasta ayer, sin más alternativa que inclinarse
por la candidatura concertacionista de Michelle Bachelet.
Esto quiere decir, que podría
precipitarse un nuevo quiebre de la DC a la hora de votar, en el marco de un
doupolio consagrado desde hace más de 20 años en el país andino, donde en
segundas vueltas, los resultados electorales son extraordinariamente estrechos.
Lo anterior -independientemente
de que la dirección del Partido Comunista ya no tiene nada de anticapitalista-,
con su voceado apoyo en primera vuelta a Bachelet (jamás el PC había dejado de
llevar un candidato de su sector, más allá de que siempre terminara llamando a
votar por la Concertación en la segunda vuelta), suma puntos a la
incomodidad expresa de las franjas más fundamentalistas de la DC en relación a
la integración del PC (a pesar de su giro a la diestra) a la
Concertación.
En consecuencia, ‘por causa o
destino’, la bajada de Longueira se convierte en un problema para la
Concertación que puede fortalecerla (‘todos contra la derecha’, incluido el
electorado de Marco Enríquez-Ominami) o dañarla (el electorado centrista
confundido por la candidatura de Allamand).
Michelle Bachelet es la
candidata de la embajada norteamericana en Chile, pero ello no significa, mecánicamente,
que las formas nacionales de la disputa de la administración de un Estado
(vanguardia mundial del capitalismo en su actual fase desde mediados de los 70’
del siglo pasado), tengan un margen de movimiento que, estructuralmente, no
dañan jamás los intereses estratégicos del imperialismo y las clases dominantes
transnacionalizadas en ese país.
Naturalmente, el presente
análisis preliminar fue escrito temerariamente y contra reloj. Sólo tiene que
ver con la dimensión de la política representativa y en crisis de las piezas
que resumen los intereses de los de arriba. En términos ampliados, el
descrédito social generalizado del sistema de partidos políticos tradicionales
chileno, sin excepción, junto al subsecuente envejecimiento del padrón electoral,
tendencialmente han debilitado la asistencia electoral –sobre todo entre las
nuevas generaciones y, en particular, las en lucha- hasta alcanzar una crisis
de representatividad histórica.
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