Entrevista a
Rafael Agacino*.
Revista Materialismo
Histórico, Nro 3, año 2013 (en prensa), Edición del Grupo de Estudios
Marxistas [GEM], Chile**.
¿De qué manera podríamos
vincular la situación política con la situación económica y, en el caso
concreto chileno, cómo podríamos aplicar esta relación que existe entre estos
ámbitos de la estructura social?
En toda sociedad de clases existe una disputa de
base referida a las condiciones de reproducción de las relaciones sociales que
la fundan. La clase dominante se sirve de la dominada como medio para la
reproducción del conjunto de relaciones sociales que la mantienen a ella como
dominante y a la clase dominada como dominada. Desde un punto de vista
económico, una de esas condiciones es la producción de un excedente, cuestión
nada trivial para la clase dominante pues implica resolver el problema de los
mecanismos de apropiación y control del trabajo para garantizar la generación
de un producto necesario -necesario para la auto reproducción del fuerza de
trabajo- y de un excedente destinado a la reproducción de si misma y de su
lugar dominante. El conjunto de reglas y prácticas que la clase dominante impone
para la generación del producto social necesario y excedente, son ya,
evidentemente, un hecho de poder, un hecho político estructuralmente imbricado
a la dimensión económica. Y no sólo el reparto del producto social sino
principalmente el orden social pues el capital requiere reproducir el entramado
de relaciones sociales que le permiten su soberanía sobre el trabajo ajeno. No
se trata solo del reparto del producto sino también del reparto bajo dominio
del capital, del tiempo de vida en tiempo de trabajo y de no trabajo. Este
punto es crucial para comprender el vínculo entre economía y política. El
marxismo y la teoría crítica se esfuerzan por mostrar esa relación indisoluble
entre lo político y lo económico, de mostrar que la reproducción de las condiciones
materiales de existencia del poder exige la reproducción de las relaciones
sociales de dominación. Por ello, el capital no busca solo producir plusvalía
sino además una fuerza de trabajo susceptible de ser dominada; una clase
dominada que en el ciclo social-productivo se reproduzca así misma como clase
dominada.
Esto no es pura retórica; su carácter real la
mayoría de las veces irrumpe con descarnada violencia. En Chile, nos aprontamos
a cumplir cuarenta años del golpe de Estado y de la contrarrevolución
neoliberal. El golpe de Estado fue una reacción violenta de la burguesía y el
imperialismo para evitar que el movimiento obrero y popular sobrepasara las
instituciones y relaciones de poder que lo mantenían hasta entonces como clase
dominada; la contrarrevolución neoliberal, por su parte, fue el proceso de
transformaciones impulsadas para conjurar estructuralmente esa fuerza
emancipadora y reponer el orden reproductivo del capital bajo una nueva forma.
Las fuerzas republicanas, burguesas o reformistas, de seguro conmemorarán los
40 años evocando la ruptura democrática, y si acaso, lo “pendiente” para su
“recuperación plena”. Pero será un recuerdo a medias. El putsh golpista y la
violencia burguesa no agotan el carácter de la contrarrevolución pues ésta no
se restringió a la sola ruptura política institucional. La perspectiva
histórica nos permite constatar que el golpe significó mucho más que el
derrocamiento del Gobierno de Allende y la supuesta restauración de la
constitucionalidad vigente hasta 1973; la contrarrevolución se hizo contra esa
inmensa fuerza emancipadora que el movimiento obrero y popular había acumulado
hasta entonces, y por ello, adquirió un carácter refundacional del orden
burgués. La solución y el “experimento chileno” pusieron de manifiesto una
estrategia inédita frente la crisis del capital y una señal muy potente para
América Latina y el mundo. En Chile el capital ensayó construir una forma tal
de funcionamiento de la sociedad que, a pesar de su violencia fundante, que
castigó cuerpos y consciencias, se naturalizara con el tiempo, es decir, que
sus prácticas y valores individualistas y hedonistas, se fijaran como un
sentido común propio de un nuevo orden reproductivo del capital. Chile muestra
con crudeza el estrecho vínculo entre política y economía, y para peor, el
éxito del proyecto refundacional de las clases dominantes. Son cuarenta años
que muestran cómo la política y la economía se combinaron de manera traumática
en su etapa fundacional, y luego, al paso de las transformaciones estructurales,
cómo moldearon una forma de vida que ha naturalizado la dominación del capital.
Por suerte han surgido fisuras que señalan los límites intrínsecos de la utopía
neoliberal y que permiten abrir posibilidades a un proyecto emancipador que
concilie una política y una economía liberadoras.
En su opinión, ¿podríamos
hablar de que existe una crisis del modelo en este momento?
Es una pregunta compleja. Si con ello quiere decir
que frente a las anomalías mostradas por el modelo y el mayor activismo social,
se divisan fuerzas portadoras de proyectos contrapuestos a éste (modelo), sean
de reformas o de ruptura, claramente diría que no; que no estamos en una
situación de crisis. No distingo hasta hoy un sujeto político o un sujeto
social politizado capaz de levantar un proyecto anticapitalista, ni siquiera
genuinamente anti neoliberal. Todavía, desde esa perspectiva, es demasiado
temprano para hablar de crisis.
Sin embargo la sensación de desorden social y
político que observamos, sí puede interpretarse como síntoma de un modelo
económico y social que a la vuelta de 40 años ha madurado. Podemos afirmar que
todas las reformas estructurales –al mercado de trabajo, las pensiones, la
salud, la educación, el sistema de TV, la gestión monetaria, la canasta productiva
exportable, etc.– han dado ya sus frutos y ahora comienzan a desplegar sus
contradicciones. Tanto es así que en las luchas recientes, sobre todo en el
caso de los secundarios, más que resistencia a las transformaciones
neoliberales lo que se visibiliza son fuerzas emergentes y multiformes, hijas
de las reformas neoliberales ya maduras; lo mismo en las luchas de algunos
segmentos del trabajo precarizado y fragmentado y en las explosiones comunales.
Desde un punto de vista estructural, de la “fase”, más que una situación de
crisis lo que advertimos es un proceso de maduración de un modelo al que le
cuesta cada vez más sostener y reproducir las formas de producción, de
funcionamiento del mercado del trabajo, de la subjetividad, etc., y que por
ello, deja entrever sus contradicciones intrínsecas, es decir, tal y como
emanan de sí mismo. Parafraseando al profesor Caputo, al neoliberalismo no lo
criticamos porque no funciona sino precisamente porque funciona, y porque en
este momento, al hacerlo, despliega toda su esencia: la desigualdad y la
opresión encubiertas bajo la forma de “libertad de elegir”.
Por otra parte, a nivel de lo político, del
“período político”, enfrentamos claramente un cambio iniciado en el gobierno de
Bachelet y que se acelera a partir del de Piñera. Normalmente esta idea de
período se refiere a la composición del bloque en el poder y la modalidad en
que se expresa la correlación de fuerzas, y creo que en este instante, el
cambio de período devela a este último respecto, una tendencia bastante nueva:
la entrada en escena de una suerte de “poder dual burgués”. Esto es difícil de
captar si no tenemos los lentes adecuados. La izquierda del siglo XX ha
concebido la política como un campo de acción fundamentalmente restringido al
Estado o definido por este. No hay política fuera del Estado o sin referencia a
este por cuanto la política sólo se realiza en términos de las instituciones
del Estado que definen el espacio de lo político. La izquierda tradicional -y
hasta cierto punto también la izquierda revolucionaria- quedó atrapada por una
concepción liberal burguesa y republicana de la política, una concepción que se
aviene bien con una visión canónica del Estado definido como una estructura
jurídico-política desde la cual se ejerce el dominio de clase. Todos aprendimos
que la infraestructura daba origen a una superestructura -las relaciones
jurídicas y políticas existentes- y que la expresión de esa amalgama de
relaciones de propiedad era por antonomasia el Estado. Pero ¿qué pasa si lo jurídico
se escinde de lo político y el poder político real se desplaza más allá del
Estado? Así como en el campo de las relaciones capital-trabajo, las prácticas
de subcontratación han separado las relaciones económicas de explotación de las
relaciones jurídico-laborales, por cuanto quién explota no es quién contrata y
quién contrata no es quién explota, del mismo modo el Estado cada vez más
parece un cascarón jurídico que, si bien mantiene la potestad de la ley, se
muestra estéril respecto de la disposición real de los recursos institucionales
y materiales vitales para el destino del país. En efecto, la posesión, el
dominio pleno – y no la propiedad jurídica formal- sobre los recursos
naturales, sobre la fuerza de trabajo, sobre el contenido de la política económica,
de las inversiones, el crédito, los precios fundamentales, etc., cada vez le es
más ajena al Estado y se traslada a la esfera privada o pública no estatal bajo
control del capital. El poder efectivo reside cada vez menos en el parlamento o
el ejecutivo que en los edificios corporativos de los grupos económicos y sus think
tanks. Para usar una figura propuesta por Allamand, se trata de poderes
fácticos, no “formalmente” políticos, pero que por efecto de una fuerte
centralización de capital facilitado por un ciclo largo de acumulación, no
pueden sino expresarse como poder político. Unas cuantas familias y
corporaciones han cruzado el umbral crítico de acumulación y controlan masas
gigantescas de recursos que las colocan en una condición inédita como poder
previo, ex ante, a las decisiones formalizadas en el parlamento y
el gobierno; un poder real, determinante, que se ubica y opera por fuera del
Estado. ¿Y qué es eso sino poder económico que se expresa directamente como
poder político, sin mediaciones jurídico-institucionales de ningún tipo? Si,
las instituciones de la República funcionan, pero dada la escala de la
acumulación, se han vuelto pigmeas y funcionan como simples protocolizadoras de
las decisiones del capital. Este es el síntoma más claro de la existencia del
“poder dual burgués”.
En mi opinión esta tendencia es una manifestación
de las contradicciones propias de la maduración de contrarrevolución neoliberal
chilena y resulta crucial tenerla en cuenta para el decurso del nuevo periodo.
Sabemos que todo poder dual es inestable y no puede sostenerse indefinidamente;
los sectores dominantes más inteligentes están conscientes de ello y debaten
como resolver con prontitud este problema.
¿Qué salidas posible se
avizoran desde el punto de vista de la burguesía ante esta encrucijada en que
ven un estado con un menor poder, más que nada transformado en un cascarón como
se ha señalado? ¿Qué alternativas posibles se avizoran?
Si consideramos que este singular “poder dual
burgués” es dual respecto del Estado, entonces es necesario interrogarse por el
carácter de este Estado y dar paso a preguntas más específicas que afinen el
análisis. Por ejemplo: ¿Cuál es el rol que el capital asigna y asignará al
Estado y al sistema político en condiciones de una contrarrevolución madura?
¿Seguirán las clases dominantes apostando a la privatización de la vida social
o intentarán una nueva alianza para reponer el sistema político y el Estado
como lugar de resolución de las contradicciones inter burguesas (parlamento
clásico) y de procesamiento y negociación de las demandas de las fuerzas que
reclaman el viejo “estado protector”? Naturalmente el Estado podría
seguir funcionando como simple cascarón jurídico, convirtiendo en ley y
política gubernamental decisiones convenientes al capital tomadas desde fuera
del sistema político, y lo puede hacer porque aún mantiene el monopolio de la
fuerza legítima. Pero ello implica exacerbar su carácter coercitivo y represor,
y con mayor razón si el malestar social se masifica y manifiesta por fuera del
sistema político. ¿Qué duda cabe que esto ocurre desde hace un tiempo? Paulman
con su torre y estacionamientos, Matte con Hidroaysén, etc., y en
contraportada, la militarización de las zonas mapuche y los procedimientos cada
vez más violentos contra las organizaciones sociales y los actos públicos, lo
confirman a cada rato. En un caso, el poder económico manifestado sin
intermediación como poder político instruyendo al poder estatal administrativo,
y en otro, el carácter cada vez más policial que asume un Estado recargado de
acciones y recursos coercitivos.
Esta tendencia está correlacionada con la falta de
sintonía entre la “derecha económica” y la “derecha política”. Para la primera,
la mejor opción para la administración del modelo fue la Concertación, tanto
porque ésta conjuró el impulso rupturista aún presente en el movimiento anti
dictatorial a fines de los años ochenta, como porque, siendo co-autora de la
transición pactada, otorgó la legitimidad necesaria al régimen político y al
modelo económico-social de la Dictadura. La derecha política, en cambio,
enredada en qué hacer con la herencia política pinochetista, tempranamente se
trenzó en luchas intestinas cuyo resultado fue la ruptura entre el gremialismo
y la derecha tradicional hasta su separación en dos partidos: RN y la UDI. Esta
derecha política no logró nunca, incluso hoy con el gobierno de Piñera, una
estatura política que le permitiera presentarse como “intelectual orgánico
estadista” y proyectar así el modelo neoliberal más allá de la transición; en
tiempos de la Concertación actuó como gendarme y hoy resiste, a la defensiva,
sin iniciativa, sin saber que hacer frente a las arrugas de un modelo maduro. Y
esto justo cuando aparece el malestar social “desde abajo” y parece llegar otra
vez la “hora de la política”. En el nuevo período, la derecha económica, que
gobierna desde fuera y directamente, circunstancialmente carece de los medios y
de una institucionalidad, salvo el mercado, que le permita conectarse a esos
malestares, anticiparlos, procesarlos y disiparlos. La propia sorpresa
empresarial respecto del ciclo de movilizaciones sociales desatado el
2010, refleja muy bien la esterilidad del Estado y del sistema político,
incluyendo los partidos de derecha y de la Concertación, para administrar
conflictos. No es extraño entonces se apele con más frecuencia e intensidad a
las funciones policiacas del Estado.
La emergencia de la “cuestión social” cambió el
panorama y mostró la incompletitud de la utopía neoliberal del “orden de
mercado”. La institución mercado se revela insuficiente para procesar todos los
conflictos y transformarlos en meras contiendas entre partes privadas; el
dispositivo de regateo entre privados (mercado), incluyendo el dispositivo
judicial para resolver en los tribunales las contiendas relativas a
obligaciones consignadas en los contratos, no alcanza tampoco para contener y
mantener los conflictos en la esfera civil, sobre todo cuando una de las contrapartes
salta de lo individual a lo colectivo. La primera clarinada de la hora de la
política fue la irrupción de “los de abajo” y “los del medio” frente a la
repetida prepotencia y a las sucesivas estafas de “los de arriba”; y en este
instante, cuando el “orden de mercado” se desborda, los dispositivos
alternativos de gestión de conflictos parecen desacreditados o no bien
aceitados, salvo la violencia del Estado. Esta “anomalía”, la emergencia de la
cuestión social, que triza la utopía neoliberal, ya se manifestaba en el último
gobierno de la Concertación pero se exacerbó en el de Piñera y seguirá
exacerbándose. Por ello, para el capital y los sectores más talentosos de la
derecha política, el problema real y sus salidas son más complejos que una mera recomposición
de la unidad de la Alianza (Renovación Nacional y la UDI) o de la propia
Concertación. Más bien los esfuerzos parecen orientarse a constituir una fuerza
política transversal, capaz de sostener los consensos básicos respecto de los
fundamentos del modelo en circunstancias en que el dispositivo de mercado es
insuficiente y el Estado y el sistema político se vuelven deficitarios como
articuladores del orden. Les urge definir un nuevo horizonte para el modelo
económico-social, y a partir de este, un horizonte para el régimen político.
Esta es la tarea de fondo para las clases dominantes y hay que estar atentos a
la táctica que adopten para enfrentarla.
Dentro de algunos sectores de
la izquierda, o inclusive de la concertación, se ha planteado como una salida a
este momento la convocatoria a una asamblea constituyente, ¿Qué opinión le
merece a usted esta alternativa?
Una asamblea constituyente supone poder
constituyente, sujetos constituyentes, fuerzas constituyentes. Y sabemos que si
hoy o en el futuro inmediato se abriera la posibilidad de una asamblea, lo cual
me parece ya improbable, el estado de debilidad del movimiento trabajadores y
popular sería el marco propicio para legitimar un ordenamiento cuyas bases
políticas, siendo optimistas, a lo más abrirían la puerta a un modelo cercano
al que proclama el neo-estructuralismo de CEPAL: un capitalismo “mas
inclusivo”, que promete reducir las brechas de desigualdad con políticas
redistributivas y una intervención estatal moderada pero que mantiene las
reglas fundamentales del mercado y del capital. Dificulto que en las
condiciones actuales una asamblea constituyente, más allá de las encendidas y
épicas alocuciones a los “ciudadanos” constituyentes, permita avanzar en
reformas que trasladen siquiera en parte la soberanía a los productores y
sectores populares. Pero aún así, si se definiera para el período este
objetivo, una mínima seriedad política implicaría plantearse la tarea de
construir una correlación de fuerzas adecuada para impulsar los objetivos más
permanentes y emancipatorios. Desde ese punto de vista nuestra urgencia no es
la asamblea constituyente sino construir una fuerza constituyente, de
trabajadores y popular, capaz de unificar organizativa y programáticamente las
voluntades en torno a un proyecto con horizonte emancipador. Y esto plantea
inmediatamente la necesidad de impulsar un proceso de convergencia y el diseño
de una táctica para el período cuyo centro sea la construcción de fuerza social
y programática en esa perspectiva que, como lo he sugerido en otras ocasiones,
contrasta con la idea de construirla en función de “incluirse” en la
institucionalidad estatal, por ejemplo, como fuerza electoral. En particular la
pretensión de ocupar espacios estatales en razón de que el Estado es un espacio
en disputa, parecería razonable solo si el poder político residiera en el
estado como lo declara el derecho constitucional burgués o como ocurrió en los
períodos de estabilidad durante el siglo pasado. Pero si hoy, como afirma
Mészáros, la verdadera y principal fuerza extra parlamentaria es la propia
burguesía en virtud de que requiere cada vez menos de la intermediación
parlamentaria para gobernar, entonces una táctica de “inclusión” en el Estado,
en particular del parlamento y el gobierno, choca contra su nuevo carácter y
promete más costos que beneficios. La escisión entre lo político y lo jurídico
tiende a transformar al Estado en un cascarón jurídico, amén de todas las demás
restricciones que éste impone a las fuerzas incluidas bajo clausulas de
subordinación.
La fuerza constituyente tiene que disputar el poder
político y no un lugar administrativo. Si el poder real se ejerce desde el seno
de propia sociedad civil-empresarial y no desde las instituciones
administrativo-estatales, la fuerza constituyente inevitablemente deberá
enfrentarse a la patronal directamente en su propio terreno civil no estatal
que, por lo demás, el mismo capital ha politizado. En muchos momentos a través
de la historia el movimiento de trabajadores y popular, cuando ha enarbolado
plataformas de lucha por los derechos generales superando la demanda salarial
parcial o cuando ha asumido la lucha por modelos desarrollo ajustados a las
necesidades populares, ha logrado desplazar la política de lo
estatal-institucional a la esfera social, politizándola desde el campo popular.
Por decirlo de algún modo, son momentos en que se enfrentan la sociedad
civil-empresarial con la sociedad civil-trabajadora y popular. Por cierto esto
no significa subestimar al Estado, sobre todo por cuanto éste retiene el
monopolio de la fuerza legítima, pero en las condiciones del capitalismo actual
la lucha no se concretará a travésdel Estado o desde el
Estado. No; el Estado aparecerá como actor durante el proceso como aparato
represivo, y después, cuando resuelto el conflicto aunque sea transitoriamente,
como simple “escriba” de lo que el capital ha debido conceder o logrado
imponer. ¿Qué mejor ejemplo la reciente lucha de los portuarios cuyo verdadero
triunfo, como lo han intuido sus dirigentes más talentosos, fue obligar al
conjunto del capital – no solo a las empresas de estiba- a negociar por fuera
de la institucionalidad estatal, recolocando a esta última como mera instancia
que, representada por Matthei y Chadwick, protocolizó lo que el capital fue
obligado a ceder? No tenía sentido presionar al Estado para desde allí
presionar al capital simplemente porque el Estado no era el empleador. Pero el
enfrentamiento directo con el capital, en la medida en que se masificó y
permitió constituir una fuerza crítica, politizo lo social y obligó al gobierno
a concurrir a ese espacio y con ello sancionar con su presencia el carácter
político que asumió en ese momento la “sociedad civil”. Ya los estudiantes en
el 2010 habían mostrado el camino y unos años antes los mismos portuarios de la
VIII región. El Estado, cuando las fuerzas sociales emergen como sujetos
políticos y sobre todo cuando logran constituirse en fuerzas políticas
críticas, es obligado a aparecer no sólo como represor sino también como actor de
factodel desplazamiento de lo político a lo social.
En este mismo punto, sectores
representativos de la izquierda también han planteado como propuestas para
paliar un poco la desigualdad social y la desigualdad económica, la
estatización de determinados sectores productivos, recursos naturales,
pensiones, salud. ¿Qué opina de esto? ¿Sería conveniente, considerando el
actual estado de las cosas, plantear este tipo de medidas?
Más allá de lo inmediato, en el plano de un
proyecto emancipador, vale la pena tener en cuenta que no estamos construyendo
una alternativa en los años ochenta del siglo pasado sino ahora, casi un cuarto
de siglo después de la caída del muro y el socialismo. Debemos hacernos cargo
en nuestras definiciones políticas de la evolución y el rumbo que tomaron los
proyectos revolucionarios edificados en nombre del socialismo. No es posible
seguir afirmando que la solución a los vicios del mercado es el Estado; eso lo
sabemos porque los socialismos reales fueron sociedades estatalistas:
“socializaron” los medios de producción traspasándolos al Estado pero
terminaron construyendo un poder estatal que sustituyó al poder popular y una
tecno-burocracia que negó a los productores; ni que decir de la extinción del
Estado y de las clases como preveía el programa socialista. No por qué el
neoliberalismo inclinó la balanza al mercado debemos hacer nuestra la
encrucijada “Mercado o Estado” que declama el discurso tradicional; es la
izquierda reformista la que por su concepción liberal de la política está
entrapada en la dicotomía mercado-estado. Demandar o argumentar que el estado
debe hacerse cargo de la educación, del transporte, de la gestión de la producción
o del orden interior, en nuestro caso, es no dar cuenta de la historia de
construcción socialista. Nuestra elección no es entre mercado o estado; sino
por el poder popular como históricamente lo han proclamado las corrientes
libertarias, socialistas, comunitaristas y marxistas. Desde este punto de
vista, es muy esclarecedora la política la ACES que demanda educación gratuita,
de calidad y pública pero que a la vez exige “control comunitario”. Como es
obvio, alguna entidad tiene que asumir la titularidad de la propiedad de la
infraestructura educativa, en este caso, el Estado, pero el control comunitario
da paso a instancias organizativas en que profesores y trabajadores no
docentes, padres y apoderados, estudiantes y la comunidad local, puedan ejercer
y controlar la gestión y definir los contenidos educativos locales en
coherencia con los intereses más generales del país. El Estado podrá tener el
título jurídico de propiedad, pero la gestión y el derecho de uso - la
posesión- residirá y deberá ser ejercida por órganos populares directos e
indirectos de poder.
Es crucial entender que la propiedad estatal por sí
misma no garantiza la participación ni socializa el poder; y puede operar, tal
y como ha ocurrido usualmente, como simple dispositivo monopólico bajo control
de los sectores dominantes. Por decir algo, el cobre podrá ser del Estado y sin
embargo eso no significa un reparto equitativo de sus frutos ni menos que las
alternativas de su uso y el destino de los ingresos –tratándose de un recurso
tan central para el país- sean objeto de debate público. Lo mismo con el resto
de los recursos de propiedad estatal, con las políticas económicas, con las
instituciones gubernamentales, etc., que trazan la ruta de la economía y la
vida nacional pero que a los trabajadores y sectores populares le resultan
totalmente ajenas. No olvidemos que en el anterior modelo desarrollista el
mismo cobre, el transporte, los puertos, gran parte de la educación y la salud,
etc., pertenecían “a todos los chilenos” o eran controlados por el estado, pero
de igual modo la acumulación se fundaba en la explotación, se generaba
desigualdad, pobreza, subdesarrollo, dependencia y represión. No en vano el
movimiento obrero y popular luchó por superarlo. El capitalismo puede operar
bajo diferentes patrones de acumulación: unas veces con mas estado otras con
mas mercado. El carácter e intensidad de la lucha entre las clases dominantes y
los trabajadores y sectores populares, determina significativamente la
modalidad que asuma la acumulación capitalista. Nosotros apuntamos a la
emancipación y ello significa controlar nuestras vidas y necesidades. El estado
podrá representarnos “a todos” pero si no tenemos el control del Estado, aún en
el supuesto caso que derrotáramos a la patronal, la burocracia y los expertos
constituidos como clase se harán cargo. Por cierto estamos lejos de esa
posibilidad pero si se construye y educa desde ya al
movimiento de trabajadores y popular con la idea que necesitamos una suerte de
neo estatalismo y no una construcción de fuerza y poder propios, de seguro
allanaremos el camino para que tales expertos y burócratas, en nombre del
pueblo pero pagados por el capital, administren el poder y la vida colectivas.
No podemos, como el sindicalismo clásico, reducir las luchas sociales a una
demanda estrictamente redistributiva y solo por más salarios, puesto que si
logramos ganar esas demandas, el capital nos seguirá vendiendo más alimentación
basura, más educación basura, más salud basura, más entretención basura, etc.,
minando las bases ambientales y sociales de la vida colectiva. No tiene sentido
salarios más altos para seguir comprando basura y horadando la sustentabilidad
social y natural; lo que se requiere es poder para decidir colectivamente qué
se produce, para quién se produce y cómo se produce. Contra el estatalismo,
poder popular; contra el mercado y sus instituciones, formas de organización
locales, sectoriales, mixtas y participativas para definir el modo
de vida.
Para finalizar la entrevista,
hemos estado hablando de la construcción de un sujeto, de la construcción de
una fuerza popular, obrera, social importante. Dentro de ese punto usted
mencionó que era importante la generación de un programa político ¿qué puntos o
qué temas debería abordar un programa de esta fuerza política o fuerzas
sociales o de trabajadores?
No podría responder en detalle; tal vez un listado
de medidas… pero me parece que ello nos desvía de los temas que he
tratando de precisar aquí: las orientaciones de las demandas más que las demandas
mismas que, por lo demás, ya las propias organizaciones sociales las han ido
definiendo y enunciando en sus plataformas sectoriales….
A lo mejor, podríamos ir a
algo más genérico: ¿Qué es necesario para diseñar ese programa o qué preguntas
deben plantearse, qué desafíos, qué asunto es fundamental para que esa fuerza
tenga la capacidad para oponerse al capital?
Partamos diciendo que la izquierda estaba
acostumbrada a definir el carácter de los movimientos y sus luchas en función
del contenido de su programa y/o de su composición de clases. Si el programa
contemplaba cambios como una reforma agraria, nacionalización de recursos
naturales, propiedad estatal de los medios de producción, etc., era un programa
socialista. Si no consideraba tales medidas o parte de ellas, entonces era un
programa burgués, nacional-populista o solo antiimperialista. De igual forma,
la composición de clase del movimiento - campesinos, obreros industriales,
mineros, sectores medios o pequeña burguesía propietaria, etc.- definía su
carácter. No obstante, en las circunstancias actúales, pasada ya mucha agua
bajo el puente, ni lo programático ni la composición de clase son suficientes
para caracterizar el movimiento, pues la forma en que las fuerzas deciden los
contenidos programáticos y ejercen el poder, son elementos críticos. Como ya he
apuntado en otra parte, entre dos fuerzas de igual composición y programa, desde
el punto de vista de un proyecto emancipador, lo que permite discriminar entre
ambas es si sus formas organizativas y sus prácticas realizan y potencian las
capacidades y el poder populares. No cualquier tipo de organización y de
prácticas son coherentes con un proyecto emancipador por más proletaria que sea
la composición de la fuerza que lo levanta o por más revolucionario que rime el
discurso que lo argumenta. Cuando afirmamos que las luchas y las demandas deben
orientarse hacia el núcleo de decisiones sobre qué se produce, para quién se
produce y cómo se produce, estamos diciendo que queremos soberanía para definir
modos de coordinación que permitan decidir el tipo de objetos materiales e
inmateriales a producir (“qué”); modos de distribución y reparto (“para quién”)
sobre la base de criterios de equidad y modos de trabajo y producción (“cómo”)
sustentables ecológica y socialmente. Todo lo anterior supone un entramado de
relaciones de convivencia que permita deliberar, consensuar y unificar
voluntades para asumir el control de la vida social a partir de la decisión
sobre las necesidades colectivas, superando así la imposición de necesidades
sea por el mercado o por el plan. Ya decíamos que el “socialismo histórico“
buscó resolver el problema burocráticamente en que jefes y expertos definían
las necesidades y los tipos y cantidades de bienes y servicios a producir, los
que luego, sobre la base de ciertos criterios técnicos y de reparto, definían
hacia abajo la asignación de los recursos materiales, el trabajo y la
producción. El capitalismo, por su parte, bajo la ideología de la “libertad de
elegir”, encubre el hecho que las necesidades, la asignación de recursos, el
trabajo y el reparto de la producción, se subordinan al imperativo del capital.
Si el estatalismo condujo a una dictadura de las necesidades, también el
capitalismo actual nos lleva al mismo punto: su pulsión por las ganancias lo
impulsa a acrecentar y crear necesidades para mantenernos en una
situación de escasez permanente y así vendernos objetos materiales o
inmateriales ad-hoc que se supone nos satisfacen. El capital
produce lo que renta y lo que renta se nos muestra como "lo que
necesitamos". Mientras subsista la creencia de que las necesidades
genuinas son las del mundo actual, las impuestas por el capital, las luchas
sociales seguirán limitadas a demandas por un mejor reparto y/o aumento de la
cantidad de las mismas mercancías que ahora se producen, postergando con ello
la verdadera emancipación y agudizándose la destrucción de las bases naturales
de la propia existencia humana. Hay que recuperar la soberanía sobre las
necesidades y ello implica imaginar formas organizativas que hagan posible tal
ejercicio soberano. Esta es la primera y fundamental orientación programática.
Una segunda orientación, contracara de la anterior,
es la recuperación del control sobre el uso del tiempo vital, es decir, sobre
el uso del tiempo de vida para decidir cuánto tiempo de trabajo y cuánto tiempo
de no trabajo. Y esto que puede parecer extraño en circunstancias que una
demanda histórica del sindicalismo clásico ha sido el empleo, no tiene nada de
esotérico y menos para la patronal. ¿Qué duda cabe que no lo es cuando la
Asociación de AFP propone aumentar la edad de retiro para evitar la bancarrota
del sistema privado de pensiones, o en la misma Europa extienden los años de
trabajo como una de las tantas medidas para resolver la crisis? Este
segundo punto, la soberanía sobre el tiempo de vida, sobre el tiempo de trabajo
y de no trabajo, está directamente imbricado con la recuperación de la
soberanía sobre las necesidades pues el trabajo y las capacidades colectivas,
su uso y aprovechamiento, deberían decidirse social y democráticamente. Por
algo somos los trabajadores los que producimos la riqueza y resulta irracional
que nuestro tiempo de vida lo distribuya el capital de acuerdo a sus propias
necesidades.
Y para terminar, creo que las potencialidades
abiertas en esta fase de maduración del patrón de acumulación y en medio del
nuevo período político, permiten avanzar en la construcción de nuevas fuerzas
sociales y programáticas que se desmarquen de la visión estatalista de la
izquierda tradicional y del sindicalismo clásico. La izquierda
"tradicional reformista", controlada por una dirección obsecuente, ya
siquiera se sonroja al aliarse con los sectores dominantes mientras la
izquierda “tradicional-revolucionaria” sin comprender profundamente el
capitalismo actual sigue rebotando desorientada. Y el sindicalismo gremialista
y estatalista, por su parte, es y será superado con mayor frecuencia por
segmentos emergentes de trabajadores auto representados que apelarán a fuerzas
propias y luchas de facto por sobre la componenda, la
burocracia y el legalismo. No afirmo que estemos asistiendo al entierro de las
izquierdas tradicionales y del sindicalismo clásico, pero se ha abierto un
campo de acumulación social y política antes copado por esas fuerzas y que hace
décadas no veíamos; este campo puede ser un escenario favorable para la
construcción de nuevos sujetos colectivos con decidido carácter rupturista. El
problema del período actual es definir, inventando o memorando experiencias,
instancias convocantes y formas organizativas que permitan mancomunar razones,
voluntades y subjetividades de los aún delgados pero visibles segmentos de
trabajadores, sectores populares y demás fuerzas sociales que aspiran cambiar
el modo de vida actual. Para esto se requiere abrir espacios de organización
genuinamente participativos que politicen lo social más que socializar lo
político; hay que desplazar lo político desde las instituciones formales de
dominación a los espacios vitales, no tiene sentido intentar “socializar”
instituciones ya desprestigiadas hasta decir basta y que fueron concebidas y
funcionan como mecanismos del poder de la patronal. Nuestro problema real y el
que abre futuro, es el que plantea construir formas colectivas que asuman la
política, ejerzan soberanía, expresen poder desde los espacios vitales y se
vuelvan eficaces a nivel de la macro política. Que la auto representación y el
ejercicio del control colectivo de las decisiones, muy propias de la micro
política, sin perderse, maduren en una fuerza política tal que permita
intervenir mancomunadamente en la macro política, es decir, enfrentar al poder
dual burgués en su propio terreno y al propio estado para disputar los destinos
posibles para el país y su gente.
La convergencia de fuerzas diversas bajo formas
organizativas nuevas es el desafió principal del período y es en sí mismo un
tema táctico y programático. Y permítame insistir en que hoy día las formas
organizativas también son contenido y exigen una respuesta inteligente para
aprovechar las posibilidades históricas y concitar la voluntad de las fuerzas
emergentes.
Santiago, Mayo 10 de 2013.
(*) Investigador
de Plataforma Nexos, www.plataforma-nexos.cl.
(Estas notas se dedican a Juan Pablo Jiménez Garrido, joven dirigente
sindical muerto en extrañas circunstancias en su lugar de trabajo, el jueves 21
de febrero de 2013).
(**) Versión
revisada y corregida por el entrevistado a partir de una transcripción facilitada
por la revista el 25 de marzo de 2013.
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