Gilbert Achcar *
A l´encontre, 20-9-216
Traducción de Viento Sur
Como casi todo el mundo puede adivinar, el nuevo acuerdo de alto el fuego en Siria está condenado al fracaso, como sucederá con cualquier acuerdo que no resuelva el problema político fundamental de la crisis. Por supuesto, hasta un breve respiro es mejor que nada (pese a que la tregua ha sido muy decepcionante desde el punto de vista del alivio humanitario).
Sin embargo, a falta de un plan que incluya un acuerdo amplio de cese de Bachar el Asad para permitir una transición a un gobierno pluralista, ningún alto el fuego puede perdurar en este país desgarrado por la guerra. Si los líderes de la oposición aceptaran su permanencia, serían desbordados de inmediato por los combatientes, para los que el abandono del poder por el clan de Asad sería el mínimo necesario para digerir que cientos de miles de sirios hayan sido asesinados, y muchos más mutilados, y amplias zonas del país hayan sido arrasadas, a cambio de nada.
Para que una tregua allane el camino hacia un compromiso que fundamente una paz genuina, debe contemplar incentivos de calado para todas las partes en conflicto. La ausencia de tales incentivos es justamente lo que explica que los acuerdos de Oslo, suscritos en Washington hace 23 años, no permitieran resolver el conflicto israelo-palestino: aquellos acuerdos se basaron en el aplazamiento de las decisiones sobre todas las cuestiones cruciales, incluido el futuro de los asentamientos israelíes en los territorios palestinos ocupados en 1967. El resultado era predecible: Israel consolidó efectivamente su control de Cisjordania una vez firmados los acuerdos, provocando el resentimiento palestino y el colapso final del “proceso de paz”.
Sin establecer el equilibrio de fuerzas militares sobre el terreno en Siria, capaz de obligar al régimen de Asad y sus valedores iraníes a buscar un compromiso real, no es posible un verdadero acuerdo político. La situación es casi la contraria: el régimen sirio, envalentonado por el respaldo iraní y ruso, fanfarronea con reconquistar la totalidad del país. Como atestiguan los principales protagonistas, la creación de dicho equilibrio de fuerzas –en particular mediante el suministro de misiles antiaéreos a la oposición siria, capaces de limitar el uso de la fuerza aérea por el régimen sirio, su principal arma de destrucción a gran escala– ha sido la gran manzana de la discordia con respecto a Siria en el seno del gobierno de Obama desde 2012. El hecho de que esta cuestión siga siendo controvertida lo ponen de manifiesto las reticencias del Pentágono a dar luz verde al acuerdo negociado por el secretario de Estado, John Kerry.
Se informó (mejor dicho, se filtró) que los estrategas militares estadounidenses no confiaban en que el régimen sirio y sus valedores rusos e iraníes fueran a cumplir un acuerdo de alto el fuego con vistas a un compromiso. Además, el Pentágono se resiste a compartir datos militares sobre la oposición siria con sus interlocutores rusos porque teme que se puedan utilizar para seguir bombardeando a aquella. Tienen motivos para desconfiar. Kerry ya se ha ganado un pedestal en la historia como ejemplo destacado de candidez diplomática, con su fe en la posibilidad de resolver conflictos mediante la negociación sin el respaldo de la acción sobre el terreno (calificada correctamente en Financial Times de “confianza ilimitada en su capacidad para resolver problemas con tan solo reunir a las partes en litigio en una habitación”), y su increíble tendencia a confundir los deseos con la realidad con respecto a la disposición de Moscú a ayudar a EE UU a librarse de sus apuros sirios.
Es muy improbable, sin embargo, que Barack Obama –de quien resulta difícil sospechar que sea ingenuo– comparta la candidez de su secretario de Estado. El presidente de EE UU se ha negado obstinadamente a cambiar de actitud con respecto a Siria a lo largo de los últimos cuatro años, pese a la evidencia aplastante de que estaba dejando que el conflicto degenerara a una catástrofe para el pueblo sirio y otro desastre más para la política exterior de EE UU, después de Afganistán e Irak.
De este modo, Obama no ha logrado más que convencer a una parte importante de la opinión pública árabe de que EE UU, que invadió Irak y bombardeó Libia por mucho menos que lo que ha estado ocurriendo en Siria en los últimos cinco años, solo se preocupa por los países ricos en petróleo. Si alguna persona de la región se hiciera ilusiones sobre los pretextos democráticos y humanitarios aducidos por Washington en las guerras del pasado, ahora las han perdido por completo. Tal como observó recientemente Anthony Cordesman, uno de los observadores más sagaces de la situación político-militar en Oriente Medio, el presidente de EE UU no está pensando actualmente más que en una “estrategia de salida”, aunque no de salida de la crisis siria, sino de su propia salida del cargo.
* Gilbert Achcar creció en el Líbano y es profesor de Estudios del desarrollo y las relaciones internacionales en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS), Universidad de Londres. Entre sus libros están The Clash of Barbarisms (2002, 2006), (hay versión en castellano: El choque de Barbarie. Terrorismo y desorden mundial. Icaria. 2007); Perilous Power: The Middle East and US Foreign Policy, con Noam Chomsky (2007), (hay versión en castellano: Estados peligrosos. Oriente Medio y la política exterior estadounidense. Paidos. 2007). Su último libro es: Morbid Symptoms: Relapse in the Arab Uprising (2016).
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