Prensa Obrera, Argentina. 25 de febrero de 2016 | Por Alejandro Guerrero
Los obituarios de Umberto Eco, que citan profusamente su enorme obra, han omitido sin embargo un libro que hoy es casi de colección: Historia ilustrada de los inventos, publicado en 1961 con G.B. Zorzoli. En la introducción, los autores se preguntan si el Australopithecus era ya un hombre. Y recuerdan que en algunas cavernas se habían encontrado restos de ese primate al lado de otros pertenecientes a babuinos, unos monos inferiores a los que el Australopithecus había matado con unas piedras; es decir, había separado la piedra de su contexto natural, la había abstraído para inventarle una nueva función, la función de arma. Por tanto, concluyen, el Australopithecus era un hombre “porque el hombre es el único animal que inventa”.
Fue, tal vez, el último de los grandes enciclopedistas, de aquellos que bajo la dirección de Diderot y D’Alembert proclamaron en el siglo XVIII francés la independencia y la superioridad de la razón por sobre la autoridad, la tradición y la fe. A diferencia de aquellos, sin embargo, no tuvo la confianza ilimitada en el progreso, también ilimitado, que daría la razón, aquella que sentó los principios de libertad, igualdad y fraternidad de la Gran Revolución. Por el contrario, el pensamiento de Eco está imbuido de cierto pesimismo -un pesimismo contradictorio, que a cada paso tropieza con su contrario.
El agnosticismo
Hijo de un padre que marchó voluntariamente a combatir en la II Guerra Mundial para defender a la Italia mussoliniana, Eco -que tal vez por eso sostuvo una posición de cierta equidistancia con la rebelión antifascista de los guerrilleros partisanos- tuvo una formación católica estricta, que luego abandonó. Llegó a un ateísmo difuso, si se permite esa idea, pero no al materialismo; fue, ante todo, un agnóstico que, como sus personajes de El péndulo de Foucault (1988), descreen de cualquier trascendencia.
Neovanguardia literaria
Ocho años antes de El péndulo de Foucault, en 1980, Eco había publicado su primera novela, El nombre de la rosa, cuando estaba cerca de cumplir 50 años. Es, seguramente, una de las grandes novelas del siglo XX. Describe una época: la Baja Edad Media del siglo XIV, y las leyes de la transformación de esa época. La describe en cosas pequeñas y medianas, por ejemplo en la invención de los anteojos; y en las grandes, en las crisis políticas de tiempos del papa Juan XXII y las guerras imperiales y por el papado. El personaje central, el benedictino Guillermo de Baskerville, es un homenaje a Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes. Con su pupilo Adso de Melk, investiga una serie de crímenes en un convento, pero esa trama central de la novela es casi una excusa. Guillermo de Baskerville habla, por ejemplo, de su vínculo intelectual con un personaje histórico real: el sacerdote nominalista Guillermo de Ockham, uno de los iniciadores del pensamiento político moderno que encontraría sus cúspides cuatro siglos después.
Eco dijo en algún momento que no habría escrito El nombre de la rosa de no haber existido el Gruppo 63, al cual él perteneció. Se trataba de un movimiento de neovanguardia literaria en búsqueda experimental de nuevas formas lingüísticas y de contenido que rompieran esquemas tradicionales. El nombre de la rosa admite por lo menos tres niveles de lecturas y, a pesar de su complejidad y de la erudición medievalista que despliega el autor (o quizá por eso) la obra alcanzó una enorme popularidad, y tuvo un éxito masivo la versión cinematográfica de Jean-Jacques Annaud. Eco explicaba aquel éxito por la posibilidad, dijo, “de que haya un público que quiere ser desafiado”.
Fue Eco, sobre todo, un develador de signos, de los secretos y trampas que suele esconder la palabra, los medios de engaño. Sus estudios profundos, indagadores, de la lingüística de Ferdinand de Saussure y otros encontraron después su expresión literaria; por ejemplo, en su última novela, Número cero, la historia de un editor que anuncia la salida de un diario que nunca llegará a publicarse, pero el solo anuncio le permite chantajear a muchos, que ése era su propósito.
Eco se sintió fascinado por las posibilidades de Internet y, al mismo tiempo, por el peligro que implica su capacidad masiva de engaño, de difusión de falsedades, al punto que, según sostenía, la prensa en papel debía dedicarse a denunciar esas falacias informáticas.
Murió en su casa de Milán. Se sabía que tenía un proyecto editorial que ya no será.
Inventó ideas hasta el último día.
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