Javiera no la quiere. Alberto tampoco. Y La Tercera –en un furibundo editorial– les pone piso, celebrando que la rechacen (La Tercera, 11.04.2015).
Una idea en cuatro palabras: negociación colectiva por rama.¿Qué es aquello que une ideológicamente a Blanco y Arenas con la voz editorial de parte del empresariado criollo? ¿Cuál es el “viejo del saco” que asusta tanto a la elite empresarial chilena y sus representantes políticos?
Después de décadas de discutir –en medio de un sindicalismo somnoliento– cuestiones periféricas como el multirut, piso mínimo y otras bagatelas, los trabajadores chilenos han llegado, por fin, al corazón del modelo laboral. Ese que en su día diseñó puntillosamente José Piñera, y que tantos hasta hoy, como Javiera y Alberto, han ayudado a sostener.
¿Entenderá el neoliberal local que la negociación colectiva por rama versa –en todas partes del mundo donde existe– sobre condiciones mininas de trabajo y no, como confunde en su apocalíptico editorial La Tercera, sobre condiciones ideales o estándares de trabajo?
La negociación colectiva por rama o sector ha entrado por la puerta ancha de las demandas del mundo sindical chileno, que comienza lentamente a despertar, después del largo letargo de los últimos veinte años –el letargo de una CUT adormecida y controlada por ciertos partidos políticos y sus poco autónomos “dirigentes militantes”–.
Toparnos –al fin– con la negociación colectiva por rama se ha dado, obviamente, contra la total voluntad del Gobierno, el que no ha ahorrado en imaginación para evitarla en la agenda pública: primero, la ignoró (“no está en el programa”, repite obsesivamente Javiera), después la trató de inconstitucional, y ahora la rechaza, al igual que La Tercera, por razones de ideología económica.
Rechazo construido, a todo esto, sobre un puñado de mitos. Mitos que solo han servido para perpetuar el modelo laboral que diseñara la dictadura. Veamos los más importantes.
El primero lo podemos llamar el mito de “todos somos pyme” –aunque, paradójicamente, siempre se lo escuchamos a la Sofofa–. La negociación por rama afectará irremediablemente a las Pymes porque ellas no podrán soportar, se dice, las mismas condiciones de trabajo de las grandes del rubro o sector. Esta es, qué duda cabe, la falacia mayor y preferida por el neoliberalismo criollo sobre la materia.
¿Entenderá el neoliberal local que la negociación colectiva por rama versa –en todas partes del mundo donde existe– sobre condiciones mininas de trabajo y no, como confunde en su apocalíptico editorial La Tercera, sobre condiciones ideales o estándares de trabajo?
No hay en la negociación colectiva por rama riesgo para las pequeñas y medianas empresas, porque no compartirán las mismas condiciones laborales que las grandes. Y ello, porque por sobre la negociación por rama –que fijará un piso mínimo– cada empresa, según su realidad y tamaño –y la fuerza sindical de sus trabajadores–, determinará las condiciones estándares de trabajo. Como es obvio, en ese escenario, los trabajadores de la gran empresa obtendrán condiciones de trabajo muy superiores a los trabajadores de la pequeña y mediana empresa.
De este modo, no hay exclusión ni incompatibilidad entre negociación colectiva por rama que fija esas condiciones básicas, igual que lo hace, por ejemplo, una ley de sueldo mínimo, y la negociación por empresa, que fija las condiciones estándares para cada trabajador, según la realidad empresarial en que se desenvuelve.
Lo que sí ocurrirá es que los hoy completamente excluidos de la negociación colectiva –9 de cada 10 trabajadores chilenos– podrían, por primera vez, desde la dictación del Plan Laboral de la dictadura, acceder al ejercicio de un derecho fundamental consagrado en la propia Constitución de 1980, y en diversos tratados internacionales, particularmente el Convenio N° 98 de la OIT.
El segundo mito en la materia es el que podemos llamar “el mito de la provincia”. Los trabajadores chilenos, tercermundistas ellos, no están preparados para tamaño avance, que solo está reservado para países desarrollados, donde los trabajadores tienen una virtud que no se encuentra aquí entre tanto olor a empanada: son razonables económicamente hablando.
Ese argumento daría para reír, si no fuera porque se ocupa para algo serio: impedir a los trabajadores chilenos un estándar de derechos colectivos como los que otorgan las mejores democracias del mundo.
Como es obvio, en la negociación por rama no se trata de que los trabajadores ganen más dinero por sobre la realidad económica y productiva del país, sino de su distribución equitativa: que dejemos de ser una sociedad que da vergüenza, atacando una de los causas centrales de dicha situación, como es la distribución de la riqueza que se produce en el trabajo. Y no solo es reparto de riqueza económica, sino que de poder político: que los trabajadores puedan participar en las decisiones que los afectan por la vía de sus organizaciones sindicales más representativas.
Salvo que lo que se pretenda –y eso habría que decirlo en voz alta– es que los trabajadores chilenos, entendidos como un recurso más, se comporten como los muebles: no hablen ni existan. En cualquier caso, para quien se tome en serio “el argumento de la provincia” siempre habrá ejemplos incómodos. Como el de Uruguay, país que con el mismo nivel de desarrollo que Chile, tiene una cobertura de la negociación colectiva propia de los países más desarrollados: cerca del 90 por ciento de trabajadores afectos a un contrato colectivo.
¿Qué hay detrás, entonces, de toda esta parafernalia argumentativa?
Básicamente miedo. El de que los trabajadores y sus organizaciones sindicales se constituyan como agentes políticos relevantes, cuyo radio de acción supere el estrecho marco de la empresa.
¿Alguien duda que en las actuales circunstancias a un movimiento sindical con poder y autonomía le habría correspondido pilotear el profundo descontento ciudadano ante el estado calamitoso de nuestro sistema de representación política? ¿No hay ya razones suficientes en Chile, como ocurre en muchas democracias del mundo, para una huelga general por razones políticas?
Es fácil advertir que, a los ojos de nuestra elite política, ese miedo se encuentra plenamente justificado.
Miedo que no es nuevo, en todo caso. Básicamente es la historia de nuestros trabajadores en el siglo XX y sus organizaciones, las que, salvo contados periodos históricos, fueron vistas como objeto de control por los partidos políticos, y no como agentes con autonomía que formaran parte de una compresión más participativa de la democracia.
En ese sentido, honramos una larga tradición, podrían decir Javiera y Alberto en su defensa.
“Servidores de pasado en copa nueva”, podríamos decir otros, tarareando a Silvio.
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