“De la batalla de las ideas se puede huir, pero
No se puede entrar en ella impunemente: hay
Que atravesar la barrera de la intemperie, y
Saber soportar los ventarrones que vienen del otro
lado”
(Eduardo Grüner)
Si algo significativo e
importante hemos asimilado de nuestros clásicos, con referencia a lo que
queremos abordar en esta oportunidad, es que las ideas dominantes en una
sociedad son las ideas de la clase dominante, de aquella clase social que ha
hecho suya la materialidad, la objetividad social, la riqueza y sobre ello,
entonces, levanta un determinado discurso, determinadas ideas, que están orientadas
por dos propósitos: de una parte, que ese conjunto de ideas, y lo que ellas
expresan, sean aceptadas por las mayorías como algo natural y asumidas como el
único credo posible para la explicación, no tan sólo del presente, sino también
del pasado y del futuro. Dicha naturalización provoca en las personas el acostumbramientos, la fatalidad, inseguridades,
alienación a lo que expresa el poder, no son sus propias ideas las que ordenan sus vidas, sino aquel
conjunto de preceptos que le son impuestos, la más de las veces sin siquiera la
posibilidad de pensar sobre ellas.
El segundo propósito dice
relación con lo siguiente: si todas nuestras ideas tienen una verificación en
la realidad social, en ese espacio, la dominación presenta esos pensamientos de forma invertida,
como algo que en apariencia tienen un significado distinto, pero que trastocan
las comprensiones sobre los distintos fenómenos. Esa perversión entre lo que se
dice y la realidad también provoca problemas en las personas: la alienación
social y la confusión.
Es, entonces, sobre esa inversión
que se ordenan los discursos dominantes, aquello que se dice de una manera,
pero que en la realidad social tiene una significación distinta.
En el plano de la economía es en
donde primeramente hay que buscar algunas de estas tergiversaciones discursivas
y quizá es porque el discurso económico es el que ha marcado de manera más
visible las formas de pensar como sujetos de esta sociedad.
Convendría decir, de paso, algo
que se ha venido afirmando con fuerza y que se ha constituido en el discurso ordenador
por excelencia para entender una realidad particular: “el crecimiento
económico”, que generalmente se asocia
con desarrollo, y que estaría siendo exitoso en función de las cifras con las
que periódicamente se avivan los debates y evidencian que la sociedad chilena
se encamina a otras latitudes. Sin embargo, como afirma Atilio Borón, la
realidad se presenta bastante distinta: “el neoliberalismo ha demostrado ser un
rotundo fracaso en materia económica, pero al mismo tiempo su triunfo
ideológico ha sido algo fenomenal, pocas veces visto en la historia de nuestras
sociedades” (“El fracaso y el triunfo del neoliberalismo”).
Surgirá entonces la pregunta:
¿dónde está el fracaso económico y el triunfo ideológico? En cuanto a lo
primero, el discurso económico descansa sobre la libertad, una muy particular
forma de entender la libertad desde el capitalismo: “la libertad para
emprender”, “un país de oportunidades” y la verificación de ese discurso, a
veces totalizante, se fundamenta en que los chilenos tienen todas las chances
para convertirse en empresario y competir “libremente” en aquel espacio al cual
todos acudimos: el mercado. Lo que no se dice y que la realidad lo contraría es
que a) la creación de nuevas empresas corre aparejada con la quiebra de
empresas, (“El Mercurio” octubre de 2013) y b) es prácticamente imposible que
todas las “iniciativas individuales” puedan existir al lado de los grandes
monopolios que controlan toda la economía, basta para ello mencionar en nuestro
país el caso de las colusiones que no son otra cosa que formas de monopolizar
todo.
Un triunfo ideológico que se
expresa de manera paradojal: es común encontrar trabajadores resignados, pero
contentos porque en un determinado lugar, su trabajo, depositan su plusvalía, la fuerza de
su trabajo y de su ingenio, su creatividad y por otro, altos índices de patologías
mentales, como el estrés, frustraciones,
inseguridades. Ello podría explicarse, probablemente, porque la realidad, lo real se les oculta, les
cuesta reconocer en esa situación el fruto de ese trabajo individual, más aún
ese resultado se les presenta como un poder extraño a ellos y ello viene a ser
la esencia de la alienación económica.
Explicamos un poco más lo
anterior, diciendo que la enajenación o alienación tiene existencia cuando
entregamos toda nuestra libertad en el proceso de trabajo que realizamos y
descubrimos al final que el fruto de todo ese esfuerzo que se nutre de angustias,
inseguridades no es algo sobre lo cual se tenga algún control, hay otro que
controla todo ese fruto; por tanto la trampa es que la supuesta libertad para
la producción de un determinado bien encubre y niega a quien lo produce.
Un triunfo ideológico del
neoliberalismo que, detrás de todos los escaparates y los fuegos de artificio
niega la posibilidad de sospechar; sospecha de que algo no anda bien; que todo
el esfuerzo realizado descansa en traducir el trabajo, su producto, las
relaciones que lo hacen posible, a simples cosas. Y como cosas, objetos,
alguien se apropia de ello y lo devuelve de forma invertida: cosas que se
personifican, que adquieren vida propia y personas sólo consideradas como
simples objetos.
Desde esa situación es fácil,
entonces, presentar todas las situaciones de manera invertida. Los productos
culturales, las relaciones sociales, los efectos económicos.
Por estos días, hemos comentado,
se discuten ciertas reformas en algunas materias que requieren un cambio
radical, una transformación, pero ellas, para seguir con nuestra reflexión,
también se presentan de forma tergiversada, invertida: se presentan las causas
como los efectos, a manera de ejemplo: en
el caso de la educación la causa de sus males reside que ella sólo ha sido considerada
como el vehículo de dominación, entender la educación como un proceso cuyo
objetivo es la reproducción de una racionalidad instrumental, economicista.
Pero, la discusión se centra en presentar los aspectos secundarios como los
centrales; sabiendo al final que ni lo secundario será resuelto si es que no se
resuelve lo central: esa racionalidad. Quizá, porque se quiere que nada cambie
es que todo queda oculto por aquella vieja afirmación de Lampedusa: “que cambie
algo, para que nada cambie”
Esperamos continuar en la próxima
reflexión con un problema tan central que se resuelve mediante una
transformación radical (una revolución), mientras tanto las reformas siguen
animando la discusión
Octubre 30 de 2014
* Sociologo. Magister en Ciencias Sociales. Investigador Corporación en Camino.
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