Partido Obrero Socialista, México
Para
entender la sangre derramada en Ayotzinapa, primero comparémosla con la que
cayó poco antes en Monterrey.
El
25 agosto de 2011, en Monterrey, el cártel de Los Zetas quemó
el Casino Royale, con un saldo de 52 personas muertas. Días después, cuando el
suceso fue comentado en el programa Tercer Grado de Televisa,
Carlos Loret de Mola lo presentó como muestra de que “se han ido perdiendo las
garantías ciudadanas”. En esa misma tónica, el veterano
Joaquín López Dóriga concluyó que se trataba del “atentado más grave que se ha
cometido contra la sociedad civil por parte del crimen organizado”.
Cuatro
meses después, el 12 de diciembre, dos estudiantes de la Normal Rural de
Ayotzinapa, Guerrero, fueron asesinados a tiros por policías vestidos de civil
durante una manifestación. Tercer Grado reprobaría el actuar
de la policía, pero esta vez no hubo referencias a las “garantías ciudadanas” o
la “sociedad civil”. Todo lo contrario, Carlos Loret de
Mola describió a los estudiantes como “revoltosos, abusivos, futuros malos
profesores” a los que había que zurrar, pero con “gases lacrimógenos” o
“cuerpos antimotines”. Ciro Gómez Leyva, en su turno, añadió la propuesta de
usar “quizá agua”. López Dóriga, para sintetizar, criticó en la policía
mexicana “la falta de protocolo” –lo que sea que eso signifique- para lidiar
con la ira popular.
El
contraste es impactante, y permite observar la forma del terreno político que
pisan los revolucionarios mexicanos. En la democracia neoliberal, cuya estabilidad ha sido reforzada por la guerra contra el
narco (inaugurada por el PAN y hoy continuada por el PRI),
las libertades democráticas ganadas entraron en deterioro acelerado. En el
incidente del Casino, cuando unos ciudadanos han dejado de serlo,
en virtud de su muerte, se invoca las “garantías ciudadanas” que poseían. En el
segundo caso, cuando unos ciudadanos son asesinados al hacer uso de
esas garantías, se invoca su derecho a los “gases lacrimógenos”.
La
lógica consecuencia de este pensamiento es la siguiente: mientras el muerto
tiene derecho a haber tenido derechos, el vivo tiene derecho a
renunciar a sus derechos (o a ser bien-reprimido si
no lo hace). Esta es la estructura de la ideología dominante que, sin embargo,
se presenta de forma distinta a cada clase social. Y es que en México aplica lo
que escribió George Orwell en Rebelión en la Granja: "Todos
los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que
otros". En consecuencia, el mencionado deterioro democrático es más agudo
para las clases populares.
Los
muertos del Casino Royale, pertenecientes a capas privilegiadas, eran personas
con las que los comunicadores de Televisa se sentían identificados. Esa
conexión emocional explica su afirmación de que en toda la Guerra
contra el Narco ese constituía el “atentado más grave”. Falso. Un año
antes México había presenciado algo peor, cuando fueron encontrados 72
cadáveres en una fosa en un rancho de San Fernando, Tamaulipas, la mayoría eran
migrantes de Centro y Sudamérica, todas/os eran personas de clase trabajadora.
En
virtud de esta democracia diferenciada por clase social, las
clases populares mexicanas, si protestan, se convierten en gente integrada por
“revoltosos” que dejan de ser “ciudadanos”. Al final del camino, cuando los
proletarios se encuentran balas, cuando ya no les queda nada, sólo les queda
invocar el último recurso disponible: los derechos humanos.
La
perversa forma en que administran los derechos humanos los
diferentes Estados Occidentales es bien captada por el filósofo leninista
Slavoj Žižek:
“Paradójicamente,
soy privado de derechos humanos en el momento en que soy reducido a un ser
humano ‘en general’, y es entonces cuando me convierto en el portador ideal de
aquellos ‘derechos humanos universales’ que me pertenecen independientemente de
mi profesión, sexo, ciudadanía identidad étnica, etc.” 1
El
diagnóstico es sombrío. En sociedades como la mexicana, la ciudadanía está
cercenada para las clases populares. Por eso cada vez tienen más trabajo
los defensores de derechos humanos. Porque si la
democracia existiera más allá de las fronteras diseñadas para las capas
privilegiadas, no habría forma de que ocurriera una degradación sistemática de
muchos mexicanos quienes, si no son muertos en la Guerra contra el
Narco, son reducidos a la marginación total, la cual, a veces, nos lleva a
recordar que tienen derechos humanos.
La
conclusión es radical. Nuestra lucha no debe ser por defender los “derechos
humanos”, sino por evitar que este sea nuestro último recurso de defensa.
¿Será
esta la lección que hoy nos muestran las policías comunitarias en Michoacán y Guerrero?
Este será el tema de mi próxima entrega, pero por ahora urge llamar a luchar
por la libertad de Nestora Salgado y
todos los policías comunitarios presos. ¿A cuántos se les ocurrió que el pueblo
terminaría haciendo el trabajo que, en teoría (y sólo en teoría), debía
emprender el Ejército y la Policía Federal contra los narcos? No a muchos.
[
Este texto es una versión ligeramente modificada y ampliada de un texto
originalmente publicado en Revista Pluma (vol. 7, no. 18, p.
19, primavera 2012, México) bajo el título “¿Cómo interpretar lo ocurrido en
Ayotzinapa?”]
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