Pablo Neruda: ¿cáncer o dictadura?

Posted by Nuestra publicación: on lunes, octubre 07, 2013


viernes, 4 de octubre de 2013


Pablo Neruda: ¿cáncer o dictadura?

Por Grace Gálvez Núñez


Un 23 de setiembre de 1973, hace ya 40 años, se extinguía la voz de un gigante, de un ser sensible a todos los dolores, de un héroe de su pueblo… moría Pablo Neruda a manos de la dictadura de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte. Y digo el nombre completo de ese asesino porque tengo la oportunidad de estar hoy delante de ustedes y denunciar que ese hombre despreciable mató a Neruda.

Como ustedes saben, actualmente está abierto un proceso judicial para determinar, 40 años después, si Neruda murió por el cáncer que lo aquejaba o por una inyección letal inoculada por órdenes del tirano antes mencionado. Quiero decir aquí lo siguiente: el cáncer de Neruda no estaba tan avanzado como para matarlo. No fue casualidad que justo un día antes de su partida a México, muriese así de repente. Muchos testimonios aseguran que Neruda no estaba agonizante.

Punto aparte, suponiendo que esa inyección letal no haya existido y que los testimonios y pruebas que hoy existen de su asesinato no sean verdad, el cáncer que padecía Neruda fue acelerado por todo lo que pasaba en Chile esos días. El poeta sufría por su pueblo y se murió con él.

Es preciso aquí tener que contarles un poco el contexto de esa muerte. Todo comenzó ese desdichado 11 de setiembre de 1973 en que el violador de derechos humanos, Pinochet, le asestara un golpe de Estado a Salvador Allende. Luego de que el presidente Allende defendiera valientemente La Moneda y lanzara un último mensaje que aún retumba en nuestros corazones, se suicidó para no caer en manos de los traidores. A partir de allí comenzó una persecución contra los comunistas y todo el que levantara su voz en contra los crímenes que se estaban cometiendo. Neruda no fue la excepción. Entraron con descaro a su casa para registrarla. «Miren por todas partes», les dijo Neruda a los militares. «Sólo encontrarán una cosa peligrosa para ustedes: la poesía», los fulminó.

Reconociendo que sus vidas corrían peligro, Pablo y su esposa Matilde deciden montar una escena para trasladar al poeta a la clínica y así ponerse a resguardo, mientras se preparaba su asilo en México. Sin embargo, durante el traslado en la ambulancia, los detienen muchas veces y tratan a Neruda como un vulgar delincuente, registrando una y otra vez el vehículo. Esto hace derramar lágrimas al poeta.

Una vez instalado en el hospital, Matilde sigue cuidando de que Neruda no se entere de las desgracias que ocurrían en el país, ya que sabía que esto iba a afectarlo demasiado. En medio de todo este trajín, un hombre acompañaba fielmente a la pareja: Manuel Araya, chofer, asistente personal y amigo del poeta, quien le juró lealtad, lealtad que cumple hasta el día de hoy.

Volviendo a esos días, un avión recogería a Neruda y lo llevaría rumbo a México gracias a la gestión del embajador Gonzalo Martínez Corbalá. Partirían el 24 de setiembre a pedido del poeta. Sin embargo, este día nunca llegó. El 23 de setiembre, Matilde se fue con Manuel Araya a recoger unas cosas de Neruda a su casa. Mientras estaban allí, Matilde recibe una llamada de Pablo y lo escucha exaltado. Él le contó que mientras dormía entró un doctor y le puso una inyección en el estómago. Horas después, el poeta dejó de existir.

En el acta de defunción se concluye que murió por caquexia, que sería lo mismo que desnutrición extrema. Existen fotografías de la venezolana Fina Torres, del chileno Marcelo Montecino y del brasileño Evandro Teixeira, haciendo hincapié en los detalles gráficos del rostro de Neruda en el ataúd, que desmienten la caquexia que certificaron como causa de muerte, y muestran el peso de 100 kilos del poeta al momento de morir.

Asimismo, los médicos y la prensa oficial dan otras dos versiones. Los doctores dijeron a los periodistas que Neruda murió por una infección urinaria, mientras que el periódico El Mercurio, periódico golpista, el único que se podía publicar esos días, decía que Neruda falleció de un paro cardiaco provocado por una inyección que se le puso en el abdomen y que le provocó un shock. Tres versiones distintas.

Luego se «extravió» la ficha clínica y hasta ahora se niegan a entregar el listado de médicos y enfermeras que trabajaban en la clínica ese momento.

Años después, el expresidente Eduardo Frei también murió en la misma clínica, bajo la atención del mismo médico y encima en el mismo piso. Producto de investigaciones judiciales se encontró en el cuerpo de Frei gas sarín. ¡Qué coincidencia!

«Lo único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad: que Pablo Neruda fue asesinado», gritó Manuel Araya y por fin sus deseos fueron escuchados recién hace dos años. El periodista Francisco Marín, de la revista mexicana Proceso, hizo pública su denuncia. Luego de ello se abrió un proceso judicial y se lograron exhumar los restos de Neruda para analizarlos y determinar las causas de su muerte. El mundo está a la espera de los resultados.

Manuel Araya recuerda que en ese setiembre del 73, el poeta estaba «en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todas eran pastillas, no había inyecciones». Sin embargo, luego de la misteriosa inyección «estaba muy afiebrado y rojizo (…). Entonces le vemos el estómago y tenía un manchón rojo».

Curiosamente, momentos más tarde, un médico solicitó a Araya que con urgencia compre una medicina fuera de la clínica y le dio la dirección exacta a donde debía dirigirse. Allí lo esperaban los militares traidores que lo golpearon brutalmente, le asestaron un balazo en la pierna y lo torturaron hasta dejarlo moribundo.

Pero si Matilde Urrutia, la esposa de Pablo Neruda, sabía de esto, ¿por qué no lo denunció?, ¿por qué se quedó en silencio? Así como es cierto que Matilde, en su autobiografía Mi vida junto a Pablo Neruda dio la versión que todos conocemos respecto al fallecimiento del poeta y no habla de ningún asesinato o intento de él, también es cierto que fue ella quien protegió y conservó el legado de Neruda, y luchó contra la dictadura de Pinochet hasta su muerte en 1985.

«Si inicio un juicio me van a quitar todos los bienes», le habría respondido la viuda al reclamo de Araya, para luego poner fin a su relación amical, aduciendo que el problema no era de su incumbencia. Todos sabemos que Matilde Urrutia defendió hasta el final el patrimonio de Pablo Neruda y a ella le debemos que ahora cientos de personas podamos visitar sus tres casas convertidas en museo, en Chile y que podamos leer su autobiografía Confieso que he vivido. Considero que si Matilde calló, fue por eso.

Antes de citar cómo cuenta Matilde la muerte de Neruda en su libro, quiero leerles este artículo periodístico que da cuenta de lo que aquí afirmo y entra en detalles:

Luego de que Pablo Neruda murió, el 23 de septiembre de 1973 a los 69 años, un misterioso doctor apellidado Price le quitó la ropa y llamó a Matilde Urrutia para que fuera testigo de que el cuerpo de su esposo no presentaba ninguna lesión atribuible a terceros. Que todo estaba en orden.

Al margen de que se ha demostrado ya que en 1973 no había en todo Chile un doctor apellidado Price y de que quienes mueren por caquexia cancerosa presentan desnutrición y no una cara saludable como la que Neruda tenía entonces, el abogado de Derechos Humanos, Eduardo Contreras Mella, se pregunta: «¿Qué doctor desnuda al muerto, llama al familiar y le dice: “Mire: vea que nosotros no lo matamos?”».

El misterio sobre la muerte de Neruda se ubica en la noche del 23 de septiembre de 1973, doce días después del golpe militar. Muerto Salvador Allende, muerto Víctor Jara, sólo quedaba Neruda para encabezar la resistencia ante el horror pinochetista, dice en entrevista Contreras Mella.
Un avión esperaba a Neruda el lunes 24 de septiembre para traerlo a México. Él estaba internado en la Clínica Santa María bajo control del ejército golpista. El cáncer de próstata que tenía era de los menos peligrosos.

El entonces embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, lo visitó el 22 de septiembre y, según su declaración no vio ningún signo de que estuviera en agonía. «Al contrario, hablaba y actuaba normalmente».

En abril pasado el cuerpo de Neruda fue exhumado, aunque la Clínica Santa María no ha querido entregar ni el historial médico ni el listado de todos los médicos que trabajaban ahí. El médico en guardia Sergio Draper es quien ha hablado del extraño doctor Price, el último que lo habría tratado, un hombre muy parecido al agente de la CIA MichaelTownley. Él habría sido quien desnudó el cuerpo». Saquen sus propias conclusiones.

Quisiera a continuación leerles el testimonio de Matilde Urrutia del día del fallecimiento de Pablo. Ella también confirma todo lo antes relatado y da importantes detalles, a excepción de lo de la inyección letal.

Me fui a la Isla con una lista de libros que Pablo quería llevar. Estaba allí, recogiendo algunas cosas para el viaje, cuando sonó el teléfono. Era Pablo. Me pedía que regresara inmediatamente. «No puedo hablar más», me dijo. Yo creí que había pasado lo peor; en forma afiebrada cerré la valija y me puse en camino. Lo van a detener, pensé casi enloquecida. «Tenemos que ir lo más rápido que pueda», le dije al chofer [Manuel Araya]. No sé cómo no nos matamos. A cada momento le reclamaba; «¡Vaya más aprisa, este coche no se mueve!». (…)

Subo corriendo a su habitación, me siento a su lado, vengo exhausta por la tensión nerviosa. Pablo está muy excitado, me dice que habló con muchos amigos y que es increíble que yo no sepa nada de lo que pasa en este país. «Están matando gente, me dice, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos reclamando cadáveres. ¿Usted no sabía lo que le pasó a Víctor Jara? Es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos». Como yo evitaba que él supiera todas las noticias espeluznantes estos días, él creía que yo ignoraba todo. (…)

Ahora ya lo sabía todo. Su dolor, su espanto, su angustia, su impotencia, todo esto se reflejaba en su mirada, todo lo que le habían dicho. «El cadáver de Víctor Jara despedazado, ¿usted no sabía esto? Oh, dios mío, si esto es como matar a un ruiseñor. Y dicen que él cantaba y cantaba, y que eso los enardecía». Y con insistencia me volvía a decir lo mismo. Todo esto entraba en mi pobre corazón como estiletes y me iba apretando la garganta y sabía que no podía llorar. Pensaba: debo tranquilizarlo. Por fin logró hablar y le digo: no creo todo lo que dicen, hay mucha exageración en todo lo que le han contado. «¿Cómo?», me dice, «si estaban aquí el embajador de México y el de Suecia, ¿cree usted que ellos no están informados?». Yo finjo indiferencia y le digo: «De todas maneras yo no creo en todo eso».

Poco a poco hago lo posible por hablar de otra cosa (…) Inventaba cuentos de la casa y logré distraerlo de esa enorme pesadilla que estaba viviendo. (…)
[Pero] Vuelve al estado febril del comienzo, una desesperación muy grande hizo presa de Pablo, tenía los ojos espantados, como si su imaginación estuviera viendo los muertos tirados en las calles, otros pasando por el río Mapocho, no uno sino muchos como yo los había visto. Exaltado sigue hablando en forma afiebrada, me dice de nuevo que no se irá, que él debe estar aquí con los que sufren, que él no puede huir, que tiene que ver lo que pasa en su país. Y yo estoy sola con él y no tengo a quién llamar, ya se han ido todos los amigos, a las seis tenemos toque de queda y me siento impotente para calmarlo. Y su desesperación es la mía y el mismo dolor nos traspasa a ambos. ¿De dónde sacar fuerzas para consolarlo?

De repente me quita sus manos que se las tengo tomadas, se toma el pijama con las dos manos y se lo desgarra gritando: «Los están fusilando, los están fusilando». Comienzo a tocar el timbre en forma desesperada, viene la enfermera de turno, ve que Pablo está casi fuera de sí. «Le pondremos una inyección para dormir», me dice en forma indiferente. Le puso la inyección y se fue. De nuevo estamos solos. Poco a poco se fue calmando, yo sentada a su lado, con la cabeza pegada a la suya, sentía su calor. Estábamos juntos, estábamos protegidos, éramos un solo cuerpo. Parecía que nada podía separarnos y con ese convencimiento, con esa seguridad, con esa ilusión, sintiéndolo tan cerca, casi dentro de mí, se quedó dormido. Yo también dormí unas horas, no despertó en toda la noche. Al otro día Pablo todavía seguía durmiendo. Estaba contenta de que no despertara para que no sufriera, para que no me preguntara las últimas noticias. (…)

Ya se acercaba la tarde de ese 23 de setiembre, Pablo no despertaba, comencé a inquietarme. Le pedí a Laura, hermana de Pablo, que se quedara en la clínica esa noche, también se quedó mi amiga Teresa Hamel. Pero yo no pensaba que se moriría. (…)

En ese último tiempo el doctor me había asegurado que Pablo se defendía maravillosamente del cáncer que lo aquejaba y yo lo había visto lleno de vida y entusiasmo. ¿Por qué así de repente iba a pensar en algo tan atroz como su muerte?

Era el día 23 de setiembre. Allí en la pieza de la clínica estábamos silenciosas y tristes tres mujeres. Mis ojos están pendientes de Pablo. De repente lo veo que se agita, qué bueno, va a despertar. Me levanto, un temblor recorre su cuerpo, agitando su cara y su cabeza, me acerco, había muerto. No recobró el conocimiento. Pasó de ese sueño del día anterior a la muerte.

Ese es el testimonio de Matilde y ahora yo quiero recitar. Este poema se llama «Las masacres» (Canto general) y se ajusta perfectamente a lo que ocurrió desde el 11 de setiembre de 1973.

Y la muerte del pueblo fue como siempre
ha sido:
como si no muriera nadie, nada,
como si fueran piedras las que caen
sobre la tierra, o agua sobre el agua.

De Norte a Sur, adonde trituraron
o quemaron los muertos,
fueron en las tinieblas sepultados,
o en la noche quemados en silencio,
acumulados en un pique
o escupidos al mar sus huesos:
nadie sabe dónde están ahora,
no tienen tumba, están dispersos
en las raíces de la patria
sus martirizados dedos:
sus fusilados corazones:
la sonrisa de los chilenos:
los valerosos de la pampa:
los capitanes del silencio.

Nadie sabe dónde enterraron
los asesinos estos cuerpos,
pero ellos saldrán de la tierra
a cobrar la sangre caída
en la resurrección del pueblo.

Y a continuación tomaré prestadas las palabras de Mario Ruoppolo, personaje de la película El cartero de Neruda, quien dijo que la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita. Por ello me adueñaré de otro poema de Neruda que expresa exactamente lo que yo quisiera decir en este momento en el que denuncio que la muerte de Pablo Neruda tiene un responsable y se llama Augusto Pinochet. El poema se llama «Los enemigos» (Canto general).

Ellos aquí trajeron los fusiles repletos
de pólvora, ellos mandaron el acerbo
exterminio,
ellos aquí encontraron un pueblo que cantaba,
un pueblo por deber y por amor reunido,
y la delgada niña cayó con su bandera,
y el joven sonriente rodó a su lado herido,
y el estupor del pueblo vio caer a los muertos
con furia y con dolor.

Entonces, en el sitio
donde cayeron los asesinados,
bajaron las banderas a empaparse de sangre
para alzarse de nuevo frente a los asesinos.

Por esos muertos, nuestros muertos,
pido castigo.
Para los que de sangre salpicaron la patria,
pido castigo.
Para el verdugo que mandó esta muerte,
pido castigo.
Para el traidor que ascendió sobre el crimen,
pido castigo.
Para el que dio la orden de agonía,
pido castigo.
Para los que defendieron este crimen,
pido castigo.

No quiero que me den la mano
empapada con nuestra sangre.
Pido castigo.

No los quiero de embajadores,
tampoco en su casa tranquilos,
los quiero ver aquí juzgados
en esta plaza, en este sitio.

Quiero castigo.

Estamos a días de saber la verdad. Los resultados de las pruebas a los restos a Neruda saldrán en cualquier momento y sabremos, luego de 40 años, por fin la verdad. Sólo nos queda esperar con una «ardiente paciencia». Ya lo dijo antes el poeta: «Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano».

Gracias.


 (*) Neruda en el Corazón. Homenaje peruano al poeta Neruda al recordarse 40 años de su muerte. Iniciativa del congresista Sergio Tejada y adhesión de la Casa Mariátegui y Amigos de Mariátegui. Hemiciclo Porras. Congreso de la República. 27 septiembre 2013