por Roberto Pizarro
El modelo económico y su complemento político (la Constitución del 1980) han sido el sostén institucional del enriquecimiento del 1% de la población y, al mismo tiempo, de los bajos salarios y vulnerabilidad de la mayoría de los chilenos.
No es una exageración afirmar que el Estado ha sido capturado por una minoría que lo utiliza sistemáticamente en su favor. Gracias a las privatizaciones de las empresas públicas, que impulsó el gobierno civil-militar en los años ochenta, un grupo de empresarios se adueñó, a bajo costo, del aparato productivo y de la banca. Paralelamente, las políticas públicas neoliberales les permitieron controlar la propiedad de la minería del cobre, los servicios públicos, AFP, ISAPRES, clínicas de salud, colegios, universidades, medios de comunicación e incluso equipos de futbol. Las FF.AA. y Carabineros fueron utilizados para reprimir la sindicalización y la protesta ciudadana, favoreciendo así la ganancia fácil.
Paradójicamente con el término de la dictadura, los intereses de los Grupos Económicos se fortalecieron. El retorno de los civiles al gobierno no cuestionó el modelo económico ni el régimen político que lo sustentaba. Adicionalmente, el empresariado acorraló a los políticos de “centroizquierda”, mediante el financiamiento de las campañas electorales y con el reclutamiento de ex ministros para los directorios de sus empresas. También se sirvió del lobismo, impulsado por ex autoridades de la Concertación, para desarrollar negocios mediante leyes y decretos favorables a sus intereses. Así las cosas, el gran empresariado no sólo ha acumulado ganancias extraordinarias derivadas de la obtención de rentas monopólicas sino también gracias a su influencia determinante en el poder político. El declive de la ética pública en nuestro país tiene mucho que ver con la generalización de los vasos comunicantes entre la política y los negocios.
Los más beneficiados con el modelo económico que instaló la Dictadura, y que garantizó la Concertación, son siete Grupos Económicos: Luksic, Matte, Paulmann, Angelini, Piñera, Solari y Saieh. Son los dueños de Chile. Forman parte del 1% que posee lo que necesita el 99% de la población chilena. Son los ricos y famosos; los que aparecen todos los años en la revista norteamericana Forbes. Los que ahora invierten en el exterior porque el mercado chileno les ha quedado chico.
Así las cosas, la política y el Estado, en vez de servir para compensar las desigualdades propias de la economía de mercado, se han convertido en instrumentos de ampliación del poder económico de esos Grupos Económicos. Bajo tales condiciones, el sentido comunitario de nación se encuentra debilitado con la presencia de un Estado frágil, al servicio de una minoría.
La concentración de la propiedad y del ingreso en esa minoría recibió un primer impulso con las privatizaciones del gobierno de Pinochet; pero, posteriormente, gracias a los gobiernos de la Concertación la acumulación de capitales de los Grupos Económicos ha adquirido proporciones extraordinarias. En democracia se legitimaron las privatizaciones poco claras de la Dictadura; pero, también, se impulsaron algunas otras, como las sanitarias, carreteras, caminos, hospitales y cárceles. Sobre esa base material, junto a políticas impositivas generosas, el poder de los Grupos Económicos se acrecentó aún más. El modelo económico y su complemento político (la Constitución del 1980) han sido el sostén institucional del enriquecimiento del 1% de la población y, al mismo tiempo, de los bajos salarios y vulnerabilidad de la mayoría. A ello se ha agregado políticas públicas muy favorables a los Grupos Económicos, especialmente en los ámbitos impositivo y laboral, de parte de la clase política.
Recién en el 2011, gracias a las movilizaciones estudiantiles el modelo económico y el régimen político han sido cuestionados. La protesta ciudadana, soterrada por largos años, se ha desplegado vigorosamente. Las reivindicaciones del movimiento estudiantil y de otras organizaciones sociales, muchas de ellas regionales, desafían a los que mandan. El cuestionamiento al orden establecido no es tarea fácil. Sus defensores tienen fuerza material y comunicacional; los que lo desafían sólo cuentan con voluntad transformadora y los deseos de rejuvenecer el país. Esa voluntad y deseos apuntan a la instalación de un nuevo modelo económico para servir a las mayorías y un régimen político de representación de toda la ciudadanía. Si ello se logra será posible que el 99% de la población recupere el poder que le ha enajenado el 1%.
La campaña presidencial es propicia para un reencuentro con la ciudadanía. Difícilmente ayuda a ese propósito el equipo de economistas que reclutó la candidata Bachelet. Directa o indirectamente, se encuentran ligados a los Grupos Económicos. No es sorprendente, entonces, que De Gregorio rechace la gratuidad en educación; que Guillermo Larraín considere elevado un salario mínimo de 250 mil pesos; y que Engel proponga como solución a las bajas pensiones aumentar la edad de jubilación. Similares dudas merece la independencia de René Cortazar y Alberto Arenas para hacer políticas públicas, habida cuenta de sus estrechos vínculos de trabajo con el Grupo Luksic. Ningún cambio sustantivo será posible con esos economistas. Ellos no tienen sintonía con la ciudadanía. Están comprometidos con el 1% que se ha adueñado del país.
(*) Economista.
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